* Dedicado a mi amigo, José Miguel Campos.
Tengo la suerte de formar parte de un coro. Cuando llegan estas fechas solemos interpretar alguna pieza vocal alusiva a la Navidad. Pese a mi irredento ateísmo, esta fiesta está asociada en mi memoria, por razones azarosas, a algunos de los episodios emocionalmente más intensos de mi biografía. No hay fe en mi desgastado corazón para santificar el nacimiento de Jesús de Nazareth, pero tampoco tengo ningún motivo para intentar amargarles los turrones a quiénes sí se sienten inclinados a hacerlo.
Hay quien se enfurece ante tanto deseo de paz y amor, pero yo no veo mayor hipocresía en ello. Cualquier motivo, incluso la celebración de una ficción, me parece saludable si sirve para que la gente se pregunte si de alguna forma podemos intentar ser más decentes.
De entre todas nuestras indecencias, la guerra es la más mortífera y culpable. Se insinúa que llevamos el mal en los genes, y que nuestra propensión a asesinar se escribe en los mismos términos desde hace millones de años, sin grandes diferencias entre el Cromagnon y nuestras sobreinformadas e hipertecnológicas sociedades posmodernas. Yo creo que este razonamiento es tramposo porque tiende a exculparnos. Guerreamos de igual manera que podríamos no hacerlo. Erigimos estatuas a tipos deplorables cuyo mérito es haber enviado a morir a millones de jóvenes por una entelequia llamada patria, definida precisamente por la cantidad de jóvenes de otras naciones a los que ha logrado exterminar.
Mientras escribo, cuento los minutos para interpretar en público “The pipes of peace”, canción con la que Paul McCartney conmemora uno de los episodios más extraños de la Primera Guerra Mundial.
Navidad de 1914. Frenado el avance de las fuerzas del Kaiser en Francia, los dos ejércitos se han atrincherado para proteger sus posiciones. El conflicto, una tragedia de dimensiones apocalípticas, se halla todavía lejos de sus fases más sangrientas. Un soldado asoma la cabeza desde su trinchera. Parece temerario, pero los líderes políticos parecen titubear sobre sus respectivas estrategias, con lo que han pasado algunas semanas sin órdenes de ataque y apenas se oyen disparos. Entona un villancico. El enemigo no dispara. Sale de la trinchera y avanza hacia la tierra de nadie. Desde las posiciones rivales no hay respuesta, solo un silencio expectante. Aparece un soldado enemigo que camina a su encuentro. Se saludan, intercambian cigarrillos y se muestran las fotos de sus respectivas novias. Fuman juntos. Salen otros soldados de ambos bandos. Dicen que acabaron jugando un partido de fútbol. Hay pruebas fehacientes de que esto ocurrió, y ocurrió además en otros puntos del frente y en más ocasiones.
Al año siguiente las autoridades militares se ocuparon expresamente de que tan lamentables incidentes no se repitieran. No tengo ninguna duda de que iban bien encaminados cuando declaraban que la confraternización con el enemigo suponía un grave riesgo para la guerra. Tenían razón. Cuando, como relata tan eficazmente Remarque en Si novedad en el frente, los críos son aleccionados en la escuela por un fervoroso maestro para tirar los libros y alistarse, la imagen del enemigo es la de unos monstruos sin entrañas que amenazan con destruir nuestras vidas y violar a nuestras mujeres. Cuando desde la trinchera François descubre que Heinz es, como él, un desgraciado al que han lanzado unos desaprensivos a morir por nada, la guerra está empezando de verdad a entrar en crisis. Lamentablemente, para entonces ya es una maquinaria infernal a la que no va a ser posible detener.
Alguien dijo que “La guerra es un lugar donde jóvenes que no se conocen y no se odian se matan entre sí por la decisión de viejos que se conocen y se odian, pero no se matan.” Sí, lo sé, la Tregua de Navidad fue muy precaria. Después siguieron muriendo a puñados y no se hizo más voluntad que la de los asesinos, muchos de los cuales ordenaban cargas suicidas, con cientos de bajas inútiles, solo para ganar algo de reputación en el alto mando. Además después del primer año no hay noticia de que se repitiera un suceso similar.
No sé si lo saben, pero durante los cuatro años de la Gran Guerra, entre ataques y repliegues, la línea del frente de trincheras apenas se movió un global de trescientos metros. Da que pensar… Me parece a mí, vamos.
Bon Nadal per a tots.


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