MISTER SCROOGE
El Espíritu de las Navidades Pasadas tiene motivos sobrados para pasarse alguna noche por mi habitación y quitarme el sueño. No lo entiendan como un acto de contrición –entre otras cosas porque no es un sacerdote lo que necesito- pero la víspera del nacimiento del hombre cuyas palabras y hechos unen a un tercio de humanidad y la proximidad del Año Nuevo me hacen pensar que es un buen momento para recordar que todo lo que me hace infeliz tiene mucho más que ver con lo que yo hago mal que con los designios del Destino, el empeño del Dios Apolo en castigarme sobre el mismo talón o la maldad congénita de mis vecinos, mis amantes o mis familiares. Rectifiquemos, pues.
Empiezo por dejar claro que no voy a dejar de fumar. Los fumadores y exfumadores empedernidos que conozco no lo entienden, pues les parece irrisoria la cantidad de nicotina que mis pulmones consumen diariamente. Lo que no saben es que yo, al contrario que ellos, no fumo nerviosa y compulsivamente para tranquilizarme… fumo porque me gusta endemoniadamente, tanto que –siguiendo los mandatos del hedonismo clásico- mesuro con rigurosa atención este hábito porque pretendo no darle a nadie la oportunidad de recordarme que Dios castiga a los que gozan. Yo, que me entiendo con Dios bastante mejor que muchos que presumen de tenerlo de su lado, le saludo amistosamente por las noches cuando, después de cenar, me enciendo ceremonialmente un cigarrillo y lo consumo poco a poco, sin confundir la placentera tarea con ninguna otra, salvo la de mirar las estrellas, demorándome en cada bocanada con la misma voluptuosa lentitud con la que, unos minutos antes, me habré bebido una copa del mejor vino que mi bolsillo haya podido permitirse.
Empiezo por dejar claro que no voy a dejar de fumar. Los fumadores y exfumadores empedernidos que conozco no lo entienden, pues les parece irrisoria la cantidad de nicotina que mis pulmones consumen diariamente. Lo que no saben es que yo, al contrario que ellos, no fumo nerviosa y compulsivamente para tranquilizarme… fumo porque me gusta endemoniadamente, tanto que –siguiendo los mandatos del hedonismo clásico- mesuro con rigurosa atención este hábito porque pretendo no darle a nadie la oportunidad de recordarme que Dios castiga a los que gozan. Yo, que me entiendo con Dios bastante mejor que muchos que presumen de tenerlo de su lado, le saludo amistosamente por las noches cuando, después de cenar, me enciendo ceremonialmente un cigarrillo y lo consumo poco a poco, sin confundir la placentera tarea con ninguna otra, salvo la de mirar las estrellas, demorándome en cada bocanada con la misma voluptuosa lentitud con la que, unos minutos antes, me habré bebido una copa del mejor vino que mi bolsillo haya podido permitirse.
Aplico esta decidida voluntad de no dejar de disfrutar de los placeres mundanos a todo lo que no es el tabaco y el vino, ustedes me entienden, y no asumo más voluntad de rectificar que la de calcular de qué manera gozar de todo ello más intensamente y durante más tiempo. Sospecho que, en contra de lo que siempre me han dicho, Dios no me enviará al infierno salvo si en el lecho de muerte el fantasma de Mr Scrooge me hace rebobinar mi biografía para demostrarme lo aburrida que ha sido mi vida. ¿Apatía consumista y relativismo moral? Sí, es lo que diría el Papa si me leyera, pero es que Ratzinger es uno de tantos que vino al mundo para hacernos pagar su incapacidad para divertirse convenciéndonos a los demás –a veces a hostias- de lo bueno que será para nosotros llevar una vida patética y aburrida de cojones.
En cuanto a la sequedad del corazón –instalada hasta las trancas en el alma de Mr Scrooge- no acabo de verme en la tesitura de tener que amar más. A lo largo de mi vida he idolatrado a personas que no se lo merecían… No tengo la sensación de haber violado ni por un momento aquel mandato de Walt Whitman: “Pobre de aquel que camine una sola legua sin amor”. Por cada momento de placer que he disfrutado del amor, la vida ha dejado sobre mí una tremenda cicatriz… y alguna duele todavía. Si el Espíritu me desvela, que sea para pedirme que aprenda a amar con tanta ciencia como aprendí a fumar y a beber… o para dejarme el corazón en paz, pero son los excesos sentimentales los que llevan media vida desvelándome, no su ausencia, que sospecho que no me habría de dar más que ronquidos.
En cuanto a la sequedad del corazón –instalada hasta las trancas en el alma de Mr Scrooge- no acabo de verme en la tesitura de tener que amar más. A lo largo de mi vida he idolatrado a personas que no se lo merecían… No tengo la sensación de haber violado ni por un momento aquel mandato de Walt Whitman: “Pobre de aquel que camine una sola legua sin amor”. Por cada momento de placer que he disfrutado del amor, la vida ha dejado sobre mí una tremenda cicatriz… y alguna duele todavía. Si el Espíritu me desvela, que sea para pedirme que aprenda a amar con tanta ciencia como aprendí a fumar y a beber… o para dejarme el corazón en paz, pero son los excesos sentimentales los que llevan media vida desvelándome, no su ausencia, que sospecho que no me habría de dar más que ronquidos.
¿Viajar más? ¿Volver a leer libros de poemas? ¿Cuidar más las amistades?... Yo, en realidad, creo que mi gran problema es el estrés. Si de manera tan petulante hablo de mí en este post es porque creo que, en el fondo, este es un mal compartido por casi todos los que trato. Algunos de mis allegados han arruinado su salud mucho más por esa mierda que por drogarse, vagar por los Mares del Sur o alternar con mujeres de la vida. El estrés es un cabrón, pues, como el colesterol, que resulta del hábito de hacer “lo que conviene”, como comer o como trabajar diligentemente, nos envenena por saturación de disciplina y autoexigencia. Hay quien se estresa para que le quieran más sus compañeros de trabajo, lo cual es muy loable aunque profundamente estúpido… Hay quien lo hace para darle caprichos caros a su cónyuge… Hay quien teme a la marginación, quien intenta expiar alguna culpa del pasado, quien no soporta la posibilidad de dejar de dar pedales a su ritmo de vida ni un momento. No sé cuál es exactamente mi causa. Sé que, debido a mi deficiente socialización, mi mala cabeza y mi indisciplina natural, que me hace propenso a la haraganería, adaptar mi ritmo cardiaco al de la vida laboral me convierte en un minusválido moral, capaz de olvidarse de que lo que tiene al lado en el sofá, el ascensor o la cama es una persona y no el botón de on y of.
Fiel a la tradición, que en mi biografía salpica con misteriosa insistencia las vísperas navideñas con algún tipo de calamidad, tengo la oportunidad de recuperar en estos días el olor -tan inconfundible- de un hospital. El corazón de mi padre ha quedado retenido unos días en la ITV del General. Deberíamos visitar de vez en cuando lugares como la sección de cardiología. Siéntense al lado de uno de esos ancianos que se pasean –a veces arrastrando la percha del gotero- por los pasillos de esta especie de purgatorio que es un centro hospitalario. Hablen con él. A lo mejor es un tipo con el corazón infartado por las preocupaciones… a lo mejor se llama Mr Scrooge y les enseña el futuro, el desierto en el que se convertirá su vida si no dejan de preocuparse de gilipolleces y recuerdan, sosegadamente, que –como enseñaba Omar Kayyam- Dios habita en el fondo de un vaso de vino. Feliz Navidad.
15 comments:
Debo ser uno de estos personajes que navega por los mares del sur con viento estresado. Precisamente ahora que tenemos todo lo que las generaciones anteriores ansiaron. Yo suelo encontrar la paz divina, y también el tormento a veces, en una buena película. El vino, y las fumatas, lo dejo para los blogeros… y para los curas. Cuestión de gustos.
Te noto demasiado indulgente y a la vez demasiado estricto con los que padecen (¿padecemos?) estrés. ¿Sabes cuál me ha parecido siempre una de sus causas? El tedio no reconocido, el tedio inconsciente. Conozco a algunos con demasiada energía neuronal como para que sus poco exigentes actividades cotidianas no sean una verdadera cárcel de cristal para sus nervios maltrechos. Así andan luego preocupándose y ocupándose con ansia de cualquier cosa que les sale al paso... (Si fueran una inteligente y aburrida jovencita de siglos pasados, por cierto, ya habrían sufrido algún que otro desvanecimiento.) La atención y el cerebro o se ocupan o enloquecen.
Muy diferente es preocuparse y ocuparse de un corazón desgastado. Espero que sepan cuidar muy bien de tu padre. Me gustará saber que ambos corazones, los de Montesinos senior y Montesinos junior, mejoran, al menos, lo suficiente.
Amigo David, antes que nada, deseo que tu padre se recupere pronto, que haya sido un susto inoportuno y que podaís pasar estos días en família, como dicen que se deben pasar.
Dicho esto, convengo contigo en lo del olor de los hospitales. Nunca he sido especialmente "quejica" ni me he soliviantado en exceso ante los achaques del cuerpo, pero últimamente, creo haber descubierto que los hospitales -como le sucede a mucha gente- me ponen enfermo. Espero que no, que solo sea una impresión falsa.
La última vez que fue a hacerme un análisis de sangre salí del ambulatorio con la ceja abierta: me desmayé "in situ", me recuperé y me volví a caer saliendo con tan mala para que me partí una ceja. Luego los puntos y... Me lo tomé a risa porque la cosa fue leve.
Hace unos mese acompañé a mi abuelo a una de sus últimas citas (por entonces nadie pensábamos que sería de las últimas) en el hospital de Alzira. Estando con mis abuelos en la consulta, oí tantos nombres de pastillas y de pruebas que debía hacerse, que faltó un pelo para volver a desmayarme.
Pero luego está lo que tu dices: el ver a esos ancianos que han hecho del hospital su casa y de los pasillos su mundo. El otro día volví a Alzira con mi padre y me tocó esperar media hora en un sala de espera, rodeado de gente de todas las edades que iban a hacerse placas. La estampa era cómica y kafkiana a un tiempo. Eso si que era estrés puro y duro: la gente mayor blasfemando contra las enfermeras porque pensaban que les habían saltado, la gente joven impaciente porque veía a la gente mayor como quería "colarse"...
Es un no-lugar (que diría Auge) la sala de espera de un hospital que, si es habitado por gente estresada se puede tornar fácilmente en un lugar en el que es mejor no estar. De lo contrario pasa eso, que te estresas más.
Hace poco escuché un gran frase (a un personaje que no suele decir grandes frases, siempre sucede esto) a un político español: decía este hombre que el estré y el agobio es un estado mental, no físico. Que hay gente que tiene infinidad de trabajos y responsalidades, pero a aprendido a vivir sin agobiarse. En cambio hay otros, que se hacen un esquema utópico de lo que es un día normal y que, cuando un mínimo elemento altera ese orden, ven como el agobio se apodera de su persona. Es algo obvio, pero no por ello dejó de resultarme acertado. Un estado mental...
David, te deseo lo mejor. Y deseo que nuestros viejos sean bien tratados. Recibe un abrazo, Justo
Gracias a los tres, gracias por leer y por vuestros buenos augurios.Creo que la de hoy es la última noche de hospital, os contaré si el Espíritu de las Navidades Venideras me dice algo de vosotros. Será bueno, estoy seguro. Feliz Navidad, amigos.David
David, un fuerte abrazo.
Mi fe entró en crisis hace unas cuantas décadas, pero la Navidad es, pese a todo, un hermoso momento para acordarse de los amigos. Felicidades también para ti, Alejandro, y para Paco Fuster.David.
David, mucho ánimo.
Un fuerte abrazo.
Gracias, Isabel, un honor que te pases por aquí.
Mi padre ha sido dado de alta hoy en el hospital y parece que, pese a todo, tendremos nochebuena. Su corazón es como el motor de mi viejo coche, protesta y necesita de vez en cuando una pasada por el taller, pero te termina llevando a donde le pidas. Gracias a los que os habéis interesado. Un abrazo a todos y Feliz Navidad, amigos.
... muchas noches buenas han de venir, ya lo verás... te lo prometo. p
Pienso como tú, misteriosa p. Lo creo, lo creo de veras. Feliz Navidad.
¡Qué buena noticia! Me alegro un montón, querido Jefe. :)
No felicito la navidad a nadie, que me da complejo de advenediza en casa de la preysler y no me pega nada. Pero si hace falta, para Nochevieja ya hablamos de la ilusión del paso del tiempo y la felicidad deseada. Eso sí, para esta y todas las noches: ¡Que disfruteis mucho!
Me alegro que tu padre esté ya en casa.
Para mí sí que es un honor ser bien recibida en tu cueva.
Feliz Navidad
Además de escribir esa obra maestra que es “El desierto de los tártaros”, Dino Buzzati tuvo a bien dejarnos algunos relatos realmente espléndidos. Uno de ellos, de inequívocas resonancias kafkianas, es “Siete plantas”, metáfora de nuestro triste devenir ejemplificado en un hospital organizado de manera bastante peculiar. Buzzati podía haber elegido otra de las instituciones de la modernidad para expresar la inseguridad y la indefensión del individuo ante el sistema, lo cierto es que el angustioso escenario en el que el protagonista va siendo envuelto por la fatalidad es un pulcro y aséptico hospital. El relato no es del todo trágico, hay un cierto humor muy característico de Buzzatti, sin embargo la sensación que le va quedando a uno es de lo más inquietante. No, no es optimismo lo que se respira. Cuando Giussepe Corte llega al hospital apenas tiene unas molestias, preocupantes desde luego, pero de tan escasa importancia que es ingresado en la primera planta, la de aquellos que casi están a punto de recibir el alta. Ya se pueden imaginar lo que va a ir pasando, la situación es cada vez más absurda, como la propia institución, y el paso del tiempo hace que el protagonista vaya resignándose a ir subiendo de planta conforme le indican que su enfermedad se agrava. Probablemente Buzzatti pretendía expresar el paso del tiempo, lo inevitable de nuestra degradación, sin duda, pero en cada uno de los momentos en los que Giuseppe Corte tiene que cambiar de planta la situación se nos presenta como perfectamente ilógica, incomprensible. Algo similar al sistema judicial que nos presenta Kafka en “El proceso”.
Con todos los respetos para los médicos, benditos sean, a lo mejor este fragmento les resulta familiar, si es que han tenido la mala suerte de estar durante algún tiempo en un hospital.
“El terror, la cólera infernal de Giuseppe Corte estallaron en largos gritos que resonaron por toda la planta. «Más bajo, más bajo, haga el favor», suplicaron las enfermeras, «¡aquí hay enfermos que no se encuentran bien!». Pero hacía falta algo más para calmarlo.
Al fin acudió el médico que dirigía la sección, una persona amabilísima y sumamente educada. Se informó, miró el volante, hizo que Corte le explicara. Luego se volvió, encolerizado, hacia el supervisor, declarando que había habido un error, él no había dado ninguna orden de ese tipo, que desde hacía algún tiempo había un desbarajuste intolerable, nadie le informaba de nada... Al cabo, después de haber echado la bronca al subordinado, se volvió en tono cortés al enfermo, deshaciéndose en excusas.
–Con todo, desgraciadamente –añadió el médico–, el profesor Dati hace justo una hora que se ha marchado para una breve licencia, y no volverá hasta dentro de dos días. Estoy absolutamente desolado, pero sus órdenes no se pueden transgredir. Él será el primero en lamentarlo, se lo garantizo... ¡Un error así! ¡No me explico cómo ha podido suceder!
Un lastimoso estremecimiento había empezado a sacudir a Giuseppe Corte. Su capacidad de dominarse había desaparecido por completo. El terror se había apoderado de él como de un niño. Sus sollozos resonaban en la habitación.”
Gracias por tu amabilidad, Isabel.
No conocía el relato de Buzzati al que te refieres, Tobías, pero ya hace muchos años que me sedujo "El desierto de los tártaros", esa novela sobre la espera interminable que puede llegar a consumirnos. La novela de la que hablas me viene al pelo en estos días como nunca.
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