Friday, June 24, 2011










A PIE





1. ¿Cómo puedo tener la desfachatez de ir por el mundo caminando? Al menos, dado que aquello de ir a pie le hace a uno bajar tantos puntos en el aprecio de sus congéneres, podría buscarme acompañantes, porque, como dice aquella canción de los supporters del Liverpool -You´ll never walk alone-, si uno es tan infortunado que ha de caminar, al menos que se consuele haciéndolo en compañía. Pero no, resulta que yo sí camino sólo, qué pena doy. Podría haberme dedicado a otras prácticas tan sumamente edificantes como ser adicto al crack, ver por las tardes a los hijos de puta que salen en la tele o leer La Razón... Pues no, señor, tenía que pegarme por andar, encima con la sensación de quedarme corto por más kilómetros que recorra, un poco como aquellos reclutas de La chaqueta metálica, que gritan ante el sargento que lo que hace un marine es comerse sus huevos si se lo pide el mando y después pedir otra ración.


La identidad del sujeto contemporáneo no se habría desarrollado de la misma forma si no lleváramos muchos años desacreditando la figura del caminador. Quien se desplaza en bici por la gran ciudad ha conseguido labrarse una aureola de prestigio que no hay manera de que consiga el peatón -qué feo vocablo, por cierto-. Comparto no obstante las reivindicaciones de los ciclistas, compañeros en la noble empresa de obtener unas ciudades sin automóviles. Llevo décadas soñando despierto con esa posibilidad, y me basta ver lo que sucede por ejemplo un domingo en Valencia, cuando el tráfico por el centro se aligera extraordinariamente, para imaginar cuánto habría de mejorar nuestra calidad de vida si lográramos que los automóviles se convirtieran en los núcleos urbanos en un residuo del pasado, tal y como sucede con las calesas de caballos o con las chimeneas de carbón, usos tradicionales que periclitaron por ser sucios.


No sería aventurado encontrar causas similares en la proscripción del tabaco: decididamente, el consumo de cigarrillos en espacios cerrados deteriora la salud y el bienestar de quienes conviven con los fumadores, por lo que ha hecho falta establecer leyes restrictivas al respecto. ¿Por qué no aplicar esta misma lógica respecto a la insana práctica del automóvil privado en las ciudades? No necesito explicar con detalle la ganancia que de ello resultaría. Con el aire libre de las sustancias nocivas asociadas al monóxido, el ahorro en enfermedades respiratorias, las alergias o el cáncer, compensarían en la reducción de gastos hospitalarios -si quieren que hablemos en términos de estricta rentabilidad económica- las pérdidas que sufrirían las industrias del automóvil. Probablemente mis ojos no vean una Valencia peatonalizada en todo su centro histórico, pero si conseguimos que al menos se abaraten los coches eléctricos, nos habremos ahorrado muchísimo en contaminación acústica -ese mal endemoniado en el que mi querida ciudad es un primera serie mundial- y, por ende, empezaremos a no vivir la dependencia en combustibles fósiles como una espada de Damocles que amenaza cada vez más al país con la postergación, la dependencia y la pobreza.








2. Es un gran cambio cultural el que necesitamos, ya lo creo. Soy probablemente el único profesor de mi Instituto que acude a pie al trabajo, al menos el único que no vive justo al lado del lugar. Hay personas que, por no caminar durante diez minutos, son capaces de bajar al garaje, meterse en la selva de los atascos matutinos y terminar haciendo funcionar una puerta con chip electrónico para entrar al parking, un chip que, por cierto, tiene la costumbre de estropearse. A veces es el vehículo mal aparcado de otro compañero el que le hace a uno tirarse media hora para conseguir abandonar el lugar cuando acaba su jornada. Yo, por mi parte, camino durante veinte minutos, lo cual produce -lo tengo comprobado- cierta perplejidad entre los alumnos, que suelen sentirse felizmente libres de la presencia de los habituales carceleros de las aulas cuando deambulan por las calles, como si las aceras hubieran de estar vedadas para quienes tenemos carnet de conducir. ¿Por qué caminar si puede usted pagarse un coche? Qué gran paradoja: es el viandante el que habría de preguntar a los conductores por qué una persona que viaja sola habría de ocupar obscena y ostentosamente un coche para llegar a un sitio al que podría llegar andando; pero resulta que es al revés, el que camina es el extraño, y ya se sabe que el extraño tiene siempre algo de viscoso.


No deja de llamarme la atención tampoco que personas que compran yogures bio desnatado o se pagan cursos de biodanza (qué demonios será eso) para cuidar su salud, miren con cierto desprecio a quien, como es mi caso, hace una hora diaria mínima de camino con sus santos pies. Mi padre, por ejemplo, aficionado durante años interminables al tabaco, y que ha tenido la bondad de traspasarme su propensión al colesterol, disfruta de una salud razonable gracias a que ha pasado más de medio siglo caminando casi como un penitente a velocidad de crucero y durante horas y horas por las aceras de la vida.

Yo, por mi parte, camino por razones que exceden la pura salud física. Camino cuando no me pasa nada, pero camino mucho más cuando las cosas de mi vida se tuercen. En una ocasión, tras despedir a una antigua novia que marchaba en barco a un lugar del que ya no regresaría, caminé durante toda la noche desde el puerto de Valencia hasta un pueblo del interior donde tenía un pequeño piso alquilado. Vi barrios donde los jóvenes celebraban la cercanía del verano, recorrí interminables avenidas, atravesé campos y crucé acequias, presencié la agonía de suburbios medio en ruinas y amenazados de desalojo por los alguaciles... Recuerdo aquella como una hermosa noche, aunque aquella novia me hiciera el enorme favor de no regresar de los mares para recaer en mi regazo. Hace unos meses, en pleno invierno, y en medio de un conflicto laboral de esos que a uno le roban el sueño y la fe en las personas, caminé durante horas desde las huertas de Mislata hasta la Malvarrosa, donde Valencia se acaba porque se encuentra con el mar. Al llegar a la playa, tras muchas horas de un caminar encolerizado, alcancé el inmenso arenal... Ya caía el sol, me dirigí agotado, lento y solitario hacia la orilla, y vi como un turista, extrañado por la escena por lo visto imprevista, obtuvo de mi imagen lejana una de esas fotos que luego ganan premios.









3. Ningún actor del tránsito de las ciudades ha sido tan maltratado como el peatón. Cualquiera que vaya sobre ruedas, con o sin motor, parece haber obtenido réditos por admirable capacidad para asociarse y reivindicar derechos que, sin duda -pienso por ejemplo en los minusválidos- son inexcusables. Lo que no puedo entender es que los ciclistas hayan conseguido éxitos como el del carril bici a costa de los peatones. La perversión por parte de las autoridades de tantos y tantos municipios, muy ecologistas ellos, consiste en que se han pintado de verde zonas que correspondían a los peatones, en vez de ganárselas a los automóviles, los cuales son por lo visto los únicos intocables. La consecuencia práctica es que yo, ahora, cada vez que piso siquiera por un segundo el dichoso carril que los ciclistas han conseguido arrebatar al más débil, tengo que escucharme la odiosa bocinita.

Entiendo perfectamente el enfado del ciclista que intenta desplazarse por zonas que se le han concedido y que con frecuencia invaden peatones y automóviles. Ahora bien, a mí me encantaría que las asociaciones ciclistas pensaran que tan sano y noble como hacer una manifestación ciclonudista por el centro de Valencia para reivindicar la bici es la pretensión de moverse por el mundo sin necesitar ir sobre ruedas. Tengo compañeros muy vinculados a este tipo de movimientos que insisten con frecuencia en promocionar el uso de la bici entre los alumnos, para lo cual demandan aparcamientos para este tipo de vehículos y organizan excursiones. Me parece genial, pero adelantamos muy poco si no hacemos entender a nuestros jóvenes que para la bici, como para casi todo, hay buenos y malos usos... Salvo que creamos que todo lo que se hace encima de una bicicleta es sano y estupendo.









4. En Valencia alguien tuvo la felicísima ocurrencia un día de no convertir el cauce seco del viejo Turia en la autopista de no sé cuántos carriles que unos desaprensivos con poder e influencias planeaban colocar, sin duda con la intención de forrarse, en el centro mismo de la ciudad. Hoy es un hermoso lugar para pasear, leer, jugar al ajedrez o simplemente mirar pasar el mundo, un sendero que enlaza con un maravilloso parque natural y que está repleto de árboles y campos de fútbol, dos cosas que me gustan especialmente. No hay automóviles, de manera que el cauce seco habría de ser uno de los pocos lugares del mundo por donde uno puede deambular sin miedo a morir arrollado bajo el paracoches de un cuatro por cuatro.


Pues bien, son los ciclistas quienes se han empeñado en romper este encanto. Puntualizo que no son todos los ciclistas, sólo algunos, pero ese "algunos", especialmente los fines de semana, es decir, en los momentos de ocio, involucra a una cantidad de gente muy significativa. Esta gente, que confunde sistemáticamente un sendero para el paseo con un velódromo, ha conseguido que para mí y para muchos otros adictos a caminar la vida resulte un poquito más difícil y desagradable, siempre a punto de ver la paz de nuestro paseo rota por la bocina de un necio que cree que su prisa y la potencia de su vehículo le otorgan derecho a molestar continuamente a los transeúntes. No hablo del famoso carril verde, me refiero a todos los senderos, incluyendo esos por los que supuestamente no deberían transitar. Esa lógica impositiva que aplican muchos ciclistas en las ciudades me parece la misma que la de tantos y tantos automovilistas, esos que pueden hacer sonar su claxon a la mínima, que aparcan encima de las aceras o que se ponen violentos e insultan a tu abuela en cuanto alguien les ralentiza el paso. Y lo peor es que muchos de estos usuarios de la bicicleta han conseguido trasladar la violencia del tráfico de las calzadas hasta las aceras, reductos hasta ahora privativos del peatón y por el que uno ya sabe que, en cualquier momento, aparecerá un gilipollas a toda velocidad haciendo sonar su bocina y exigiendo que nos apartemos. Propongo resistir a estos abusos y denunciarlos si es preciso.







5. No me sorprende nada que una de las series televisivas más populares de los últimos tiempos, The walking dead, defina como "caminantes" a los malos, esos tipos acechadores, purulentos y malolientes a los que llamamos zombis. La diferencia entre ser un tipo guay o un asqueroso muerto viviente radica en si se desplaza uno sobre ruedas o se limita a deambular en busca de mendas a los que comerse. Así es en nuestras civilizadas sociedades, el automóvil como índice de superioridad social. Pero hay algunos signos esperanzadores: algunas personas empiezan a darse cuenta de que son las megaurbes saturadas de gentes y de humos lo que hoy podríamos etiquetar como "tercermundista", y que son lugares como Amsterdam o Estocolmo lo que nos gustaría imitar. ¿Y Pekín? Curiosamente, la ciudad donde millones de personas se desplazaron en bici, se convierte hoy, al socaire de un supuesto progreso, en un infierno para los pulmones y los tímpanos.

Me voy a caminar, llámenme zombi.




4 comments:

Justo Serna said...

No hay manera de discrepar seriamente. Comparto todo otra vez con usted, sr. Montesinos. También yo soy un caminante.

Y lo de sentirse como un zombi, también yo lo experimento (por cierto, ¿para cuándo el regreso de 'The Walking Dead', tan naïf). Por ejemplo: no hay nada como caminar un domingo a las 10 de mañana por el centro de Valencia. Sólo ves gente extraña y precisamente te preguntas si tú no estarás entre ellos. Hace tiempo que no voy a esas horas por el centro.

Aunque la vez más rara fue un domingo de agosto. Ocurrió hace hace varios años. Era a las 6 de la tarde. Salía del Centro Comercial del Saler, en Valencia. Estaba solo: la familia estaba de viaje. Yo había ido a ver una película de miedo mala (la segunda parte de 'The Blair Witch Project’). Me propuse regresar a casa paseando.

Me encaminé en dirección hacia Benimaclet, en paralelo al viejo cauce del Turia. De repente a lo lejos vi a un tipo que se aproximaba. Pensé seriamente que era un psicópata o algo así. Cuando lo tuve cerca vi que su aspecto era normal. O al menos se había disfrazado para parecerlo. Me di cuenta de que me miraba con ojos algo extraviados: seguramente pensaba que yo también era un tipo loco o un zombi.

Justo Serna.

David P.Montesinos said...

Hola, Justo. Lo que cuenta del falso psicópata me hace pensar en el curioso edificio donde trabajo. Desde el recibidor por el que entras al instituto hasta la sala de profesores, por la que inevitablemente pasamos todos al llegar, se extiendo un estrecho y larguísimo pasillo. A poco que uno levante la vista divisa, a lo lejos, a la persona que se le va aproximar durante los próximos interminables segundos. Si es alguien con quien te llevas mal, verás como los cuerpos de los dos enemistados se acercan poco a poco, sin mirarse demasiado pero atentos al movimiento del otro, tal como en un duelo.

Cuando caminamos, para mal o para bien, recuperamos la humanidad que tendemos a perder cuando nos subimos a un automóvil.

Lucky said...

Detesto las etiquetas pero haré una excepción, me declaro caminante y, aunque resulte políticamente incorrecto, me uno a tu crítica a un sector de los "biciclistas".

Por qué tengo que pegar mi nariz a las asquerosas paredes de la ciudad para eludir a un grosero que vocifera contra mi desde sus dos ruedas?

Por qué si voy al río a correr 5 kilómetros, tengo que hacer muchos más y en zig zag para evitar ser arrollada?

Caminemos y caminemos en soledad, que es extraño y fascinante y me temo que la mala prensa del caminante se debe a que en esta sociedad en que sólo vale el consumo y el éxito, caminar solo significa no tener mil amigos en el facebook y no tener un estupendo 4x4 con el que competir en estupidez con tus congéneres.

Mi conclusión, caminante igual a fracasado.

Bienvenida sea también esta etiqueta.

Lucrecia

David P.Montesinos said...

Me alegra comprobar que no soy el único que se ha dado cuenta de la aparición en las ciudades de esta nueva casta de abusadores. No pienso en los ciclistas, sino en aquellos de entre los que van en bici que reproducen sobre aceras y senderos las peores costumbres de los automovilistas. Y sí, como tú dices, parece que esa etiqueta de "fracasados" se nos ha colocado a los que caminamos. Recuerdo que hace muchos años, un amigo -el Marrón, le llamábamos- me miró con sonrisa despectiva cuando, tras topármelo en una acera y preguntarme qué estaba haciendo, le dije que me disponía a dar un paseo. Por lo visto, le pareció cosa de cutres y fracasados: pudiendo ir a una discoteca a un restaurante de moda, a mí me pegaba por caminar. Curiosamente, muchos de mis héroes caminan continuamente: piensa en Tintín deambulando por los prados de las Highlands de Escocia, o en el protagonista de "39 escalones", o en Holmes y Watson, o en Lawrence de Arabia...