
TREINTA AÑOS
CON BLADE RUNNER
¿Por qué nos gustó tanto Blade runner? ¿Por qué caló tan hondo en el imaginario con el que nos hicimos adultos todos aquellos baby boomers nacidos en la segunda mitad de los sesenta? No soy capaz, pensando en su autor, Ridley Scott, sin recurrir a esa otra joya llamada Alien, el octavo pasajero. Curiosamente, de la mente de este caballero han salido dos de las heroínas del feminismo tardío, Rachel, la replicante de la que se enamora Deckard, y Ripley, aquella teniente valerosa y un poco bestia que sostiene hasta el final la terrible batalla con el bichejo mortífero que se les ha infiltrado en la nave Nostromo. Lo sorprendente es que el citado autor se haya dedicado después a trabajos francamente medianejos, a veces contando con presupuestos estratosféricos, sin olvidarnos de algunos productos particularmente fraudulentos, incluso con algún toque fascista. Sea como sea, en Blade runner se encontró con las cima de su talento, quizá incluso saltó por encima de sus propios límites, eso es lo único que importa.
Cierto crítico de cine, el estrafalario Carlos Pumares, caracterizado por desentenderse de cualquier película que no sea americana y tenga como mínimo medio siglo de antigüedad, decía detestar Blade runner precisamente por lo a menudo que la gente de mi quinta le preguntaba por ella. Yo creo que dijo tantas veces lo poco que le gustaba Blade runner como lo mucho que le enamoraba Casablanca. El problema de aquellos preguntadores, coetáneos míos la mayoría, es que pinchaban en hueso, preguntaban al experto inadecuado: el universo estético y moral dentro del cual se formó la generación de nuestros padres daba para entender Casablanca, pero requería un giro demasiado brusco para entender Blade runner. Y ello a pesar de que, pese a que muchos de sus planteamientos -sobre todo visuales- eran en aquel tiempo novedosos y sorprendentes, las claves esenciales de la narración se encuadran confortablemente en la tradición de la novela de detectives, incluyendo el trasunto amoroso que se va haciendo más y más poderoso a medida que las pesquisas del protagonista se encaminan hacia el desenlace.
Será seguramente pretencioso decir que Blade runner fue la primera película posmoderna, pero sí puedo aseverar que a nosotros nos lo pareció. Da igual que Wim Wenders, Alan Rudolph o Jim Jarmusch no hicieran ciencia-ficción, empezamos a entender su lenguaje cuando ya habíamos decodificado el relato de Ridley Scott. Pensamos la modernidad en muchos sentidos, pero, en tanto que proyecto de organización racional de una sociedad de multitudes, lo que supone es la capacidad para nombrar y enumerar singularidades, haciéndolas formar parte de tipologías preestablecidas y perfectamente identificadas y cifradas. La catástrofe de este modelo es como el descarrilamiento de un enorme tren de alta velocidad, tras él quedan restos que reconocemos como partes de un sistema dentro del cual tenían función y sentido. Cuando el sistema deja de saber hacia dónde se dirige, las personas quedan desorientadas y el entorno se llena de kippel, es decir, utensilios que ya no tienen función y que se acumulan absurdamente, una vez el sistema ya es incapaz de deshacerse de ellos. Si modernidad significa capacidad para controlar la entropía, posmodernidad es el momento en que se produce más entropía de la que se puede ordenar, estamos en un ciclo distinto y que es producto del sistema, pero que no estaba en su hoja de ruta.
Ahora empezamos a saber qué era aquello del "fin de la historia". La civilización es incapaz de dar muerte y reciclar lo que ha ido produciendo, las clasificaciones que nos permiten habérnoslas con nuestro pasado han saltado por los aires, no disponemos ya de criterios de ordenación. No es que hayamos perdido la memoria, es que ya no sabemos qué uso darle, ya no somos capaces de reconocer los trazos de nuestra experiencia en la mirada histórica. Intuimos un pasado en Rick Deckard, exactamente igual que en el Rick de Casablanca, pero en el papel interpretado por Harrison Ford el personaje no es capaz de reconocerse en ese pasado, no hay una ausencia, un dolor y una traición ajena en la que identificarse como figura dramática, en Deckard ya sólo hallamos los pecios de un naufragio personal, unos pecios en los que apenas reconocemos las huellas de una biografía entrecortada y sin sentido.

¿Y los replicantes? En un mundo donde las claves suministradoras de identidad se han vuelto inoperantes, saber si el vecino es un humano o su copia -suponiendo que yo sepa lo que soy- puede convertirse en la paranoia de los tiempos. Deckard, cazador de recompensas, es contratado por la Tyrrell -fabricante de androides que replican con precisión a los humanos- para que "retire" a un grupo de replicantes que se han rebelado y lanzado a cometer robos y asesinatos. La sangrienta búsqueda de Deckard irá convergiendo hasta encontrarse con la que, a la inversa, lleva Roy, el líder del grupo rebelde. Roy terminará por encontrar a su creador en la Tyrrell. Lo que pretende es escandoloso: quiere vivir, ha decidido no resignarse a la fecha de caducidad indicada por el programa, quiere más tiempo. Así se lo pide al ingeniero, pero la contestación del ingeniero es la sentencia definitiva de muerte para Roy:
-"Eres magnífico, Roy, pero no puedo hacer nada para que vivas más. Disfruta del tiempo que te queda"
Y Roy, tras besarle en medio del llanto del hijo traicionado, comete el crimen edípico por excelencia: mata al Padre.

Somos nuestra experiencia, o mejor, el recuerdo de todo lo que hemos hecho, lo que hemos leído, los héroes que se han enseñoreado de nuestros sueños, los cantos de sirena a los que hemos atendido, las fortalezas que hemos construido para proteger las vidas de los que amamos... Quienes descreemos de esa ridiculez llorona de la vida ultraterrena sabemos muy bien que todo acaba aquí, ya matamos a Dios hace tiempo cuando nos reveló que no podemos salirnos del programa. Somos caducos, algún día también diremos que es hora de morir, y nuestros recuerdos, como lágrimas en la lluvia, se perderán para siempre. O acaso seguirán viviendo de alguna forma en el alma de quienes sigan guardándonos en su memoria.
¿Y Rachel? ¿No era ella también una replicante? El happy end tramposo que, por otro supuesto error del software de la Tyrrell, extiende su vida indefinidamente, hace que Deckard pueda escapar con la mujer -o mejor con la replicante- a la que ama por lugares muy lejanos del kippel y de la lluvia ácida de un Los Angeles más agobiante e inhóspito que nunca. Ella no vivirá para siempre, es cierto, pero tampoco lo hará ninguno de nosotros.