Friday, June 29, 2012



TREINTA AÑOS
CON BLADE RUNNER



¿Por qué nos gustó tanto Blade runner? ¿Por qué caló tan hondo en el imaginario con el que nos hicimos adultos todos aquellos baby boomers nacidos en la segunda mitad de los sesenta? No soy capaz, pensando en su autor, Ridley Scott, sin recurrir a esa otra joya llamada Alien, el octavo pasajero. Curiosamente, de la mente de este caballero han salido dos de las heroínas del feminismo tardío, Rachel, la replicante de la que se enamora Deckard, y Ripley, aquella teniente valerosa y un poco bestia que sostiene hasta el final la terrible batalla con el bichejo mortífero que se les ha infiltrado en la nave Nostromo. Lo sorprendente es que el citado autor se haya dedicado después a trabajos francamente medianejos, a veces contando con presupuestos estratosféricos, sin olvidarnos de algunos productos particularmente fraudulentos, incluso con algún toque fascista. Sea como sea, en Blade runner se encontró con las cima de su talento, quizá incluso saltó por encima de sus propios límites, eso es lo único que importa.

Cierto crítico de cine, el estrafalario Carlos Pumares,  caracterizado por desentenderse de cualquier película que no sea americana y tenga como mínimo medio siglo de antigüedad, decía detestar Blade runner precisamente por lo a menudo que la gente de mi quinta le preguntaba por ella. Yo creo que dijo tantas veces lo poco que le gustaba Blade runner como lo mucho que le enamoraba Casablanca. El problema de aquellos preguntadores, coetáneos míos la mayoría, es que pinchaban en hueso, preguntaban al experto inadecuado: el universo estético y moral dentro del cual se formó la generación de nuestros padres daba para entender Casablanca, pero requería un giro demasiado brusco para entender Blade runner. Y ello a pesar de que, pese a que muchos de sus planteamientos -sobre todo visuales- eran en aquel tiempo novedosos y sorprendentes, las claves esenciales de la narración se encuadran confortablemente en la tradición de la novela de detectives, incluyendo el trasunto amoroso que se va haciendo más y más poderoso a medida que las pesquisas del protagonista se encaminan hacia el desenlace.


Será seguramente pretencioso decir que Blade runner fue la primera película posmoderna, pero sí puedo aseverar que a nosotros nos lo pareció. Da igual que Wim Wenders, Alan Rudolph o Jim Jarmusch no hicieran ciencia-ficción, empezamos a entender su lenguaje cuando ya habíamos decodificado el relato de Ridley Scott. Pensamos la modernidad en muchos sentidos, pero, en tanto que proyecto de organización racional de una sociedad de multitudes, lo que supone es la capacidad para nombrar y enumerar singularidades, haciéndolas formar parte de tipologías preestablecidas y perfectamente identificadas y cifradas. La catástrofe de este modelo es como el descarrilamiento de un enorme tren de alta velocidad, tras él quedan restos que reconocemos como partes de un sistema dentro del cual tenían función y sentido. Cuando el sistema deja de saber hacia dónde se dirige, las personas quedan desorientadas y el entorno se llena de kippel, es decir, utensilios que ya no tienen función y que se acumulan absurdamente, una vez el sistema ya es incapaz de deshacerse de ellos. Si modernidad significa capacidad para controlar la entropía, posmodernidad es el momento en que se produce más entropía de la que se puede ordenar, estamos en un ciclo distinto y que es producto del sistema, pero que no estaba en su hoja de ruta.

Ahora empezamos a saber qué era aquello del "fin de la historia". La civilización es incapaz de dar muerte y reciclar lo que ha ido produciendo, las clasificaciones que nos permiten habérnoslas con nuestro pasado han saltado por los aires, no disponemos ya de criterios de ordenación. No es que hayamos perdido la memoria, es que ya no sabemos qué uso darle, ya no somos capaces de reconocer los trazos de nuestra experiencia en la mirada histórica. Intuimos un pasado en Rick Deckard, exactamente igual que en el Rick de Casablanca, pero en el papel interpretado por Harrison Ford el personaje no es capaz de reconocerse en ese pasado, no hay una ausencia, un dolor y una traición ajena en la que identificarse como figura dramática, en Deckard ya sólo hallamos los pecios de un naufragio personal, unos pecios en los que apenas reconocemos las huellas de una biografía entrecortada y sin sentido.

Éste parece ser el destino de toda la especie en el 2019, año en que la novela original de Phillip K.Dick (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?) sitúa la acción: una civilización que ha olvidado su proyecto, una identidad colectiva que ya no es identidad, pues no hay manera de reconocerse en ella. Todo es incertidumbre bajo la ininterrumpida lluvia que cae sobre la ciudad mientras la imagen de una joven asiática en una enorme pantalla nos dice -sin que nadie la escuche ni la mire- que bebamos cocacola. Nada queda de aquel futuro límpido y aséptico con el que nos ilusionaban los autores de ciencia-ficción que creían en la felicidad futura de una sociedad científica y libre, o nos amenazaban los especialistas en distopías, empezando por Orwell o Huxley. No es el orden de una sociedad perfectamente matematizada y vigilada, expurgada del dolor y el conflicto, lo que nos muestra la máquina del tiempo: es el reino de la entropía, la incapacidad de las sociedades para controlar las ciclópeas fuerzas que ella misma ha puesto en funcionamiento. Nunca como ahora se revela que el triunfo final de la Razón en la Historia, como nos hizo creer Hegel, es en realidad un aborto colosal.

¿Y los replicantes? En un mundo donde las claves suministradoras de identidad se han vuelto inoperantes, saber si el vecino es un humano o su copia -suponiendo que yo sepa lo que soy- puede convertirse en la paranoia de los tiempos. Deckard, cazador de recompensas, es contratado por la Tyrrell -fabricante de androides que replican con precisión a los humanos- para que "retire" a un grupo de replicantes que se han rebelado y lanzado a cometer robos y asesinatos. La sangrienta búsqueda de Deckard irá convergiendo hasta encontrarse con la que, a la inversa, lleva Roy, el líder del grupo rebelde. Roy terminará por encontrar a su creador en la Tyrrell. Lo que pretende es escandoloso: quiere vivir, ha decidido no resignarse a la fecha de caducidad indicada por el programa, quiere más tiempo. Así se lo pide al ingeniero, pero la contestación del ingeniero es la sentencia definitiva de muerte para Roy:

-"Eres magnífico, Roy, pero no puedo hacer nada para que vivas más. Disfruta del tiempo que te queda"


 Y Roy, tras besarle en medio del llanto del hijo traicionado, comete el crimen edípico por excelencia: mata al Padre.

No podemos olvidar la escena final del film. Roy salva extrañamente la vida de Deckard, el hombre que viene a destruirle. Ese último acto de piedad revela su condición humana. Roy no es una máquina. En todo caso, es una máquina fallida, no estaba previsto que se negara a aceptar el programa. Su alocución final, una de las más estremecedoras de la historia del cine, nos muestran el camino de la recuperación de la memoria como única clave posible para la construcción de una identidad individual y colectiva... curiosamente, es una máquina quien ha de enseñárnoslo: "He visto cosas que no imagináis, naves ardiendo más allá de Orión... Todos esos recuerdos se perderán, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir"

Somos nuestra experiencia, o mejor, el recuerdo de todo lo que hemos hecho, lo que hemos leído, los héroes que se han enseñoreado de nuestros sueños, los cantos de sirena a los que hemos atendido, las fortalezas que hemos construido para proteger las vidas de los que amamos... Quienes descreemos de esa ridiculez llorona de la vida ultraterrena sabemos muy bien que todo acaba aquí, ya matamos a Dios hace tiempo cuando nos reveló que no podemos salirnos del programa. Somos caducos, algún día también diremos que es hora de morir, y nuestros recuerdos, como lágrimas en la lluvia, se perderán para siempre. O acaso seguirán viviendo de alguna forma en el alma de quienes sigan guardándonos en su memoria.

¿Y Rachel? ¿No era ella también una replicante? El happy end tramposo que, por otro supuesto error del software de la Tyrrell, extiende su vida indefinidamente, hace que Deckard pueda escapar con la mujer -o mejor con la replicante- a la que ama por lugares muy lejanos del kippel y de la lluvia ácida de un Los Angeles más agobiante e inhóspito que nunca. Ella no vivirá para siempre, es cierto, pero tampoco lo hará ninguno de nosotros.




4 comments:

Justo Serna said...

¿Padre o Madre?

Leo a David P. Montesinos, que escribe sobre 'Blade Runner' (1982). Qué generoso es: nos hace disfrutar con su reflexión.

Se cumplen ahora treinta años del estreno. Si no recuerdo mal, yo la vi en 1983 en versión española. Fui a la sala empujado por un amigo de entonces, alguien que sabía mucho del género fantástico.

La verdad es que me sorprendió agradablemente: no me refiero a aquel amigo, sino al film. Recuerdo cada detalle de la película, prácticamente todo me pasmó: tanto, que me compré después mucha quincallería sobre la película.

Yo no era perito en ciencia-ficción, pero por eso tenía más valor la historia: no estaba convencido de antemano.

David P. Montesinos admite la influencia que esta película ha tenido en quienes nacieron en la segunda mitad de los sesenta. ¿Y quienes nacimos a finales de los cincuenta?

No le quiero restar protagonismo, pero los que acudimos con veintitantos a su estreno estábamos en sazón para disfrutar 'Blade Runner'.

He de admitir que tiene excesos estéticos: sobra algo de esa ampulosa puesta en escena. Hay gente que la odia con una porfía inexplicable; y hay otros que se rinden acríticamente ante la presentación tan ‘filosófica’ del film, algo fatua y aparatosa.

Pero la historia de fondo es sencilla y las preguntas son primordiales. ¿Por qué hemos de morir? ¿A quién le pedimos responsabilidades?

¿Al creador? Hay, sin duda, un resabio religioso que no me entusiasma, algo que está en la novela de Phillip K. Dick de la que procede la película. Pero hay sobre todo un desafío al padre. Al Padre, nada menos.

Decía Jorge Luis Borges que la teología pertenece al género fantástico. Yo, si David P. Montesinos me lo permite, prefiero otro film de Ridley Scott: ‘Alien’ (1979). No hay trampas místicas y hay madre. ¿Ripley? A ver si me explico.

Es simplemente una historia de lucha y supervivencia. ¿De quién? De la tripulación del ‘Nostromo’ y de la Teniente Ripley, en particular. Sí: la Teniente Ripley, no Sargento, según dice Montesinos. O eso es lo que yo oí en la versión española.

El personaje que encarna Sigourney Weaver es una madre coraje, una mujer fuerte que defiende lo poquito que queda de humanidad.

Ah, y la computadora del ‘Nostromo’ se llama Madre, nada menos.

Nos ponemos sublimes...

David P.Montesinos said...

Buenos días, señor Serna. Le agradezco en primer lugar el comentario, ciertamente enjundioso, y le pido disculpas por la tardanza en publicarle y responderle, pues llevo ya unos cuantos días sin posibilidad de acceso a la Red. (Mis alumnos dicen que eso ya no es problema, que con el móvil patatín y patatán, pero es que tampoco tengo móvil, no sé cómo explicárselo...)

Le alabo el gusto respecto a Alien, no me impactó tanto como Blade Runner, pero es una competencia muy razonable, lo que nunca he entendido es por qué este director ha llegado a parecerme tan malo y tan falaz en otros productos posteriores, es un poco como el Duo Dinámico, que a los veinte años se les acabó la inspiración y han vivido desde entonces de aquel cuento.

Yo creo que estos dos films transformaron drásticamente nuestra manera de ver -e incluso de leer- ciencia ficción. Alguien dijo que si Star wars era los Beatles, Alien era los Rolling Stones. Acepto el símil. El marco de la serie de Lucas es la inmensidad interminable del espacio exterior, en Alien eso es solo la excusa, lo que de verdad nos aterroriza es lo contrario, es decir, la claustrofobia, la presencia cercana y constante de un extraño monstruo que merodea en un espacio reducido y del que no podemos salir. En Lucas los efectos lo son todo, eso y el merchandising que prolifera a resultas de una experiencia legendaria pero infantil; en Alien los efectos son solo parte de una narración en la que chocan y se entrecruzan emociones humanas muy básicas y que no reconocemos como características de ningú futuro imaginado.

En cuanto a Blade runner, creo que aquí sí hay una visión de lo que acaso esté por venir, no por el desastre ecológico, no por la anomia en que parecen haber caído unas comunidades que se han desestructurado, ni siquiera por la sofisticación de la cibertecnología, capaz de producir robots que simulan tan perfectamente la condición de humanos que hace falta un test especial y protocolarizado con derechos de autor para detectarlos y, si procede, "retirarlos"... Es todo eso, pero también es la proyección de una mirada angustiada sobre el devenir de las almas, sobre el problema del quiénes somos y a donde vamos en un mundo donde ya no parece haber identidades colectivas que nos protejan. En cierto modo, ese mundo de 1919 es el de la esquizofrenia, entendida ésta como el mal por antonomasia de las megalópolis tardoindustriales, en las cuales la gente deambula habituada a no encontrar respuesta para sus incertidumbres, condenada a vivir sin los referentes que proporcionaron marcos de sentido a las generaciones anteriores. Por eso en BR no sabemos si somos humanos de verdad humanos o replicantes. Y, en cualquier caso, si nos miramos el brazo al microscopio y descubrimos una marca de fábrica nos va a dar lo mismo, seguiremos queriendo durar, amar y encontrarle un sentido a las cosas como hacen los humanos, esos de los que somos una copia.

Tiene razón,es la Teniente Ripley. El lapsus proviene de que en mi casa, cuando una mujer tiene carácter fuerte se dice: "ésta es una sargento".

Lo dice mi madre, ya se lo imaginaba usted.

MaryHall said...

Buenos días.

Con demasiada tardanza, espero que no irremediable, yo también quisiera señalar el acierto, y el disfrute en la lectura, de las reflexiones de D. Montesinos sobre Balde Runner. Para mi es una tentación irresistible intervenir, aportar algo, no sé si mucho al debate suscitado. Para mi es una película fetiche, especial, que tiene tanta influencia en mi universo psico-intelectual como para trasmutarme en mi replicante preferida, Rachel, cada cierto tiempo -la última hace una semana con motivo del 30 aniversario del film- en estos juegos de identidad cinéfila que gusto de practicar en los territorios internautas.

En primer lugar, yo pertenezco a una generación, de finales de los 70, que vimos la peli como 10 años después de su estreno -yo en el 81, cuando se estrenó, era una nena-. Por aquel entonces estaba ya imbuida de un halo mítico, clasificada entre la quintaesencia del llamado cine de culto, y como bien señala D. Montesimos, enmarcada en lo más refinado y cool de eso que se llama postmodernidad. Alabo las valoraciones que se hacen en el post sobre qué hay de todo eso en el film. Al respecto yo solo quisiera añadir que para mi la peli, que he utilizado en algún pasaje de mi tesina sobre la dimensión socio-cultural de los discursos sobre el maquinismo, del legado psico-social de la idea de la máquina, del temor que despierta, de la admiración que ha sido capaz de concitar…O más bien de ese territorio intermedio, ambiguo y ambivalente, en el que nos puede situar la película, y que yo relaciono con su más destacada e ilustre predecesora Metrópolis. Porque en la película la sensación de que “el sistema deja de saber hacia dónde se dirige” está muy presente, pero parece que son los humanos los más desorientados en el fondo. Parece que los replicantes –“más humanos que los humanos”-, en su profunda confusión, desesperación, en ese deseo de trascender su destino utilitarista y caduco, sí son capaces de saber a donde quieren ir. De hecho es una replicante, muy especial, ya lo he dicho, la única capaz de despertar el deseo, el amor, el impulso vital, en ese “cazador de bonificaciones” (en la terminología de la novela de Philip K. Dick), tan hundido en el hastío.

David P.Montesinos said...

Buenos días, Mary Hall, quiero en primer lugar agradecerle su exposición y la generosidad de exponerla en este blog. Aprovecho también para disculparme por la tardanza en contestarle y, sobre todo, en publicarle, pero llevo más de una semana en un lugar casi absolutamente desconectado de las redes internáuticas.

La fascinación por el personaje de Rachel ha ido creciendo a cocción lenta, especialmente en el feminismo, y creo que no sólo en él. Recuerdo a este respecto algunos escritos de Donna Haraway, en los cuales comparaba el proceso de construcción histórica de la subjetividad femenina, tal y como lo explica Simone de Beauvoir en El segundo sexo, con la configuración de personaje que se hace en Blade runner para la replicante de la que se enamora Deckard.

Creo, como usted apunta muy acertadamente, que el que va a la deriva no es el discurso maquinista, sino más bien lo que no somos máquinas, los seres humanos. Sin embargo, lo seductor de esta historia es precisamente que las máquinas están empezando a entrar en esa lógica de la incertidumbre en que nosotros vivimos. Por eso Roy opta por rebelarse contra el programa que ha determinado su caducidad; por eso Rachel es emocionalmente vulnerable y digna de ser amada. Ya no son replicantes, son "originales".

Sospecho que su tesina fue sumamente interesante...