Saturday, November 01, 2014

LA BALADA DEL BAR TORINO, DE RAFAEL LAHUERTA






Asisto a la presentación de La balada del Bar Torino, ensayo de Rafa Lahuerta publicado por La Drassana y cuyo tema de referencia es el Valencia Club de Fútbol. He leído gran parte del libro, su escritura emerge a mis ojos enérgica e incluso virtuosa, pero sobre todo me parece emocionante, en momentos conmovedor. Ello podría ser consecuencia de lo que Rafa y yo compartimos: una relación sentimental extraña y acaso patólogica con una institución que, a fin de cuentas, sólo es un equipo de fútbol.

Hace tiempo que dejé de ver partidos de fútbol con la fruición de mis años mozos. En la era de la globalización el juego que practican la mayoría de grandes clubs se me antoja despersonalizado y sin alma, como si esas legiones extranjeras que infestan los equipos -y hacen ricos a toda la ralea de comisionistas que viven de la candidez de los supporters- deambularan por las grandes ligas europeas para hacer siempre lo mismo, profesionales globalizados que consiguen que, como sucede con los fast food, todo sepa más o menos al mismo engrudo. Un fútbol sin alma... Pero acaso soy yo el que, como le sucedió a mi padre al cumplir los cincuenta, ya no le encuentro la libido de otros tiempos, cuando creíamos que un gol de Mario Kempes podría alejarnos de la prosa cotidiana.


Desencanto... o quizá no tanto. Debo reconocer que el jueves, durante las alocuciones que glosaron el libro, estuvo a punto de caerme alguna lagrimita. En La Edad de Oro, el estupendo local de copas donde se celebró el acto, se dieron cita algunos de los personajes que han marcado mi vida desde la más remota infancia. Incluyo a Pepe Vaello, un nonagenario que presume de haber asistido a la final de copa en Montjuic del treinta y tres y que ayer interrumpió para preguntar "che ¿açí quan se sopa?". Vaello, al que recuerdo de hace tanto y tanto tiempo, es la metáfora del seguidor fiel e irreductible, esa víctima de un pathos del que ningún fármaco habrá de salvarle nunca. Y el tóxico no es el fútbol, es el Valencia, no son la misma cosa, aunque al ajeno se lo parezcan. 

Compartimos el veneno, no voy a mentirles. El fútbol es seguramente mucho menos grande que lo que pretenden sus glosistas habituales, esos que se pasan horas analizando el peinado de Ramos o la última baladronada de Mourinho. Pero hay algo en ese sentimiento heredado de nuestros mayores, un océano de recuerdos que, como todo lo que vale la pena en este mundo, tiene que ver con la épica, con la aventura, con la experiencia iniciática de participar en una corriente de pasión colectiva. Viví aquello por primera vez a los cinco años, cuando mi padre me llevó a Mestalla con el pase que el club otorgó a mi abuelo por haber sido una gloria del club. Ya he hablado de Arturo Montes en otras ocasiones, no insistiré. Pero cuando pienso en aquel momento en que nos encontrábamos con el iaio tras un partido en aquel aparcamiento improvisado de la Avenida de Suecia y él nos regresaba a casa en su su seiscientos, entiendo por qué se habla tanto en esta ciudad de los momentos mágicos de Mestalla.

Para mí Mestalla fue siempre el teatro de los sueños. Los caballos montados por la policía, los vendedores de regaliz, el olor de los puros, aquella descarga de euforia que estallaba con un gol, los driblings de Keita, aquel negre que electrizaba a la grada... Los viejos estadios de Europa son territorios hechizados, cuando entras en Mestalla -o en Amphil Road o en San Siro, da igual- y hueles la presencia de los espíritus de quienes crearon su leyenda, la prosa del dinero a comisión y la prensa encanallada se echan a un lado. La vida ha sido capaz en muy poquitas cosas de ofrecerme una experiencia tan pura, tan intensa, tan completa, será que no doy para más.

Quizá he dejado de creérmelo. Ver al Valencia vendido a un multimillonario asiático y sometido a la tiranía de una secta que confunde la pasión con el fascismo - es lógico que los intelectuales continúen despreciando el fútbol- nos es precisamente el futuro que deseábamos aquellos valencianistas que siempre hemos creído que la crítica y la discrepancia son sanas de por sí. Pero sé lo que ocurrirá. Acudiré a Mestalla, me contagiaré y volverá esa tensión tan inexplicable que nos hace temblar por un centro que Paco Alcacer no llega a cabecer por milímetros.  O quizá no, acaso un día cercano -probablemente cuando Mestalla sea demolido- decida que se acabó, que ya está bien de creer en espejismos. La prosa inundará la totalidad de mi vida, del teatro de los sueños ya sólo me quedará -como si nunca hubiera ocurrido, como si lo hubiera forjado mi imaginación infantil- aquel estrépito creciente que se extendió por el graderío mientras Kempes atravesaba el largo de la cancha, hasta el delirio final, con aquel zurdazo bestial que batió a Superpaco... Y aquel anciano que saltó de la grada, a dos metros de nosotros, para abrazar a aquel héroe homérico. La foto de la portada de La balada del Bar Torino recoge ese momento que ya sé que no desaparecerá, como lágrimas en la lluvia, cuando muramos todos los que tuvimos la suerte de presenciarlo. 

2 comments:

Anonymous said...

Precioso tu artículo. Yo también he compartido maravillosos momentos en la grada de Mestalla, muchos de ellos acompañado de Rafa, en la peña Lubos. ¡Que recuerdos!

David P.Montesinos said...

Hola, amigo, sospecho que nos conocemos. Acompañar a Rafa Lahuerta en Mestalla me parece que debió ser, ante todo, muy divertido. El libro de Rafa es estupendo, le debo una segunda lectura, más atenta, con el lápiz de anotaciones en la mano.