Thursday, November 26, 2020

DIOS HA MUERTO


No es elegante acudir a las exequias de un mito cuando uno se sitúa entre sus detractores. Pero es que a este funeral se nos ha convocado a todos. 


Yo nunca le amé. Me molestaba el papanatismo con el que algunos de mis compañeros de pupitre vitoreaban sus gambetas más o menos efectistas mientras un Barça de nuevos ricos le aflojaba millonadas imponentes. Soy uno de esos que tienen la impertinencia de afirmar que Messi le supera, aunque detecto en la figura del Pelusa una dimensión carismática y legendaria de la que el estilo frío y un poquito Asperger de Messi carece por completo. 


Asistí a su carrera desde el primer instante, cuando ya se hablaba de un joven porteño que deslumbraba a cualquiera que tuviera la suerte de ver sus actuaciones con el modesto Argentinos Juniors.  Maradona era, sin ninguna duda, un futbolista único, un genio dotado de un talento natural que solo se entiende nacido de villas-miseria pobladas por niños que sostienen la pelota en al aire desafiando a Newton y hasta duermen con ella. Yo quedé maravillado como cualquiera con aquel mundial de México donde su clase se agrandó hasta proporciones homéricas. Me asombró igualmente que condujera hasta la gloria en el Scudetto a un equipo del sur de Italia, ninguno de cuyos clubs había ganado jamás la liga nacional. Acaso después de todo mi problema no sea Maradona sino el maradonismo. 



La gente se toma en broma la existencia en Argentina de una iglesia maradoniana. No estaría mal si fuera broma, pero no estoy nada seguro de que lo sea... Y no hay más que observar las desgarradoras imágenes de algunos aficionados junto al féretro del 10 para advertir que, también en nuestros tiempos supuestamente cínicos y desencantados, la mitomanía puede alcanzar cimas preocupantes.


Ante la llantina generalizada, yo me pongo de perfil. Se presiente en el culto del mundo hispano a Diego una aureola guevarista. Como si por haber insultado a los mandarines de la FIFA, fumado puros con Fidel o brindado con Maduro, aquel chico nacido del subdesarrollo fuera el Elegido para cerrar las venas abiertas de América Latina. No se quiso entender que, como dijo Mick Jagger respecto al rock´n roll, es solo fútbol aunque nos gusta. Maradona no fue Simón Bolívar. Su ejemplo no explica cómo los pobres pueden armar la revolución, sino más bien cómo un genio surgido del barro puede convertirse en un juguete roto. Diego despilfarró, se hizo adicto a cualquier cosa que le divirtiera, maltrató a su familia, insultó a cualquiera que se atreviera a afearle su conducta y decidió que su celebridad le autorizaba para hacer y decir lo que le viniera en gana a cada momento. 



Hay quien, como Jorge Valdano, ese que, como un Borges futbolístico, presume de los goles que ha visto antes de los que ha marcado, nos echa a todos la culpa de la infelicidad de Maradona. "Entre todos hinchamos la leyenda hasta deshumanizar a Diego y destruir al hombre". No podrá decirlo por mí, que jamás me dejé deslumbrar por sus gambetas... Pero es que ni siquiera es verdad: Maradona no digirió su celebridad porque eligió comportarse como un niño caprichoso e insolente. Lo que sus palmeros hicieron ante sus excesos de mal gusto fue lo que Valdano hizo cuando Diego le marcó el célebre gol a Inglaterra: jalearle. Pero Maradona se destruyó a sí mismo, no se engañen.


En cualquier caso no es responsable del maradonismo. Adictos al espectáculo como nadie, los argentinos han convertido el funeral en un epítome de su propio fracaso como nación. El país donde todo partido político se proclama "peronista", como si todo fuera admirable en un personaje tan discutible como Perón, ha trasladado su enfermiza idolatría hacia un personaje que jamás supo hacer bien otra cosa que jugar al fútbol. 


Argentina me ha fascinado siempre. Ese cruce de amor y odio que me asiste cuando pienso en la nación más equivocada de la Tierra me hace pensar en Luppi y en Darín, en Borges y en Cortázar, en Quino y en Aristarain... Puestos a bajar a la cancha, me seducen antes Kempes y Ayala que Maradona...



Cada uno tiene sus dioses, supongo. El problema es que se mueren. Igual que cualquiera de nosotros. 

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