Thursday, July 22, 2010








EGOS PRESCINDIBLES









Quienes asociamos nuestros biorritmos al curso escolar o parlamentario y no al año natural tendemos a dejar para septiembre todos esos planes y buenos deseos que la mayoría formula con el Año Nuevo. Mi propuesta sería que nos acostumbráramos en cuanto acabe el verano a dejar de creernos importantes. Así, como suena. No se trata de minusvalorar las propias virtudes. Yo, por ejemplo, soy en líneas generales un leal y alegre compañero y me sale razonablemente bien la tortilla de patatas. Ahora bien, ni esas ni mis demás cualidades son suficientes como para que me sienta el centro del mundo, en todo caso soy más bien periférico. Eso sí, yo me importo mucho a mí mismo. Y hay un par de personas que dicen compartir el interés, aunque a veces temo que se les pase pronto o que lo dicen para que me dé ilusión. El problema es que no consigo universalizar el sentimiento. Y la razón es bien sencilla: basta ver la cara que me ponen muchos alumnos cuando hablo para darme cuenta de que mis geniales lecciones les conmueven menos que las tetas de Elsa Pataky o el precio del nuevo Ipod de Apple, que es lo que supongo que bulle tras esas miradas perdidas. He sufrido curas de humildad suficientes -como cuando una novia me dejó para irse con un enano o el equipo de los Cherokis nos metió veinticuatro goles en la liga del colegio- como para ignorar todavía que el interés e incluso el afecto que de vez en cuando me regalan con admirable generosidad mis congéneres es condicional y efímero.












¿Modestia? No, lucidez. La modestia es una de esas virtudes teologales que los curas llevan milenios intentando insuflarnos con el objetivo de (Nietzsche dixit) "separarnos de nuestra fuerza", es decir, que no tengamos agallas para deshacernos de ellos y de su triste dios y dediquemos nuestras vidas a hacer el amor, beber vino y cantar loas a Baco, que es lo que haríamos alegremente todo el día si no fuéramos tan gilipollicas. Por contra, la lucidez: ésa sí que no es virtud nacida en las sacristías... La lucidez es la forma menos engolada de la inteligencia; no cree habitar la Verdad, no reclama los honores del talento: la lucidez es el mayor de los cuidados de sí que puede darse el hombre, lo que permite a quien la posee vivir sin orejeras, mirando a todos lados antes de cruzar y conociendo las limitaciones de la propia talla antes de medirse con duendes o gigantes. Renunciaría a todo antes que perderla.





Viene a cuento esta reflexión porque últimamente no me pasa un día sin que vea algún YO saliendo del armario para proclamar solemnemente la obligación que todos los habitantes del mundo tenemos de adorarle, quererle, darle la razón, aplaudir su supuesta genialidad o, simplemente, depararle nuestra atención. Ciertamente he admirado a tipos que padecían una enfermiza egolatría. Nietzsche, por ejemplo, tituló a sus capítulos de Ecce homo "Por qué soy un destino", "Por qué soy tan inteligente" o "Por qué escribo tan buenos libros". Nunca la humildad adornó al padre del Zaratustra, pero en los tiempos de Ecce homo ya estaba tan devorado por la sífilis que se le puede perdonar lo que, en cualquier caso, tiene mucho de humorada. Ahora bien, la diferencia entre un auténtico genio y la mayoría de los que se anuncian como un destino o proclaman su propia divinidad a voz en grito es que cuando uno abre la obra de estos últimos lo que encuentra es una mediocridad tan grande que produce sonrojo tanta megalomanía. Es un poco lo mismo que pasa últimamente en los hospitales, que algunos médicos te tratan con la misma suficiencia despectiva del Doctor House, al que imitan como memos, pero luego, al contrario que éste -quien por cierto es solo un personaje de ficción- son incapaces de distinguir entre un constipado y una alergia.














Algunos tipos viven absolutamente persuadidos de su enorme talento: apliquemos este razonamiento tan simple a muchas cosas de la vida y, probablemente, veremos todo con más claridad. Por ejemplo, dejen de pensar, cuando ven una película de Julio Medem, que el problema lo tienen ustedes, que no tienen cultura suficiente para descifrar los complejos códigos de sus tramas e imágenes. No, es mucho más sencillo, Medem es un buen fotógrafo al que le ha pegado por hacer cine, con tan buena suerte que algunos con poder han decidido que hay algo muy produndo en lo que solo son pajas mentales, con toda esa sarta de gilipolleces que se dicen los personajes unos a otros antes de irse a la cama, que es lo que usualmente terminan haciendo, por cierto siempre con actrices bien monas, que mola más y tiene más glamour. ¿Se dan cuenta?: Medem vive completamente convencido de que es un genio. Y no le culpo, porque el país está lleno de ingenuos que le creen.










Otro ejemplo: Maradona. Este tampoco es culpable del todo, dado que nunca tuvo la formación moral ni intelectual para digerir tanta adoración, incluyendo eso tan estrambótico de que en Argentina hay hasta una congregación religiosa que lo proclama como su Dios, lo cual confirma la teoría de mi abuela de que se acerca el apocalipsis. El espectáculo que montó en el Mundial de fútbol, empeñado en convertir en dogma de fe cada una de las estupideces que dijo desde el principio del campeonato, es propio de un tipo que ha perdido completamente el sentido de las propias limitaciones, la lucidez en suma. El numerito final, aglutinando con sus lloros y lamentos las imágenes del partido contra Alemania -donde consiguió que su equipo hiciera el peor partido de la historia- no parece haber sido suficiente escarmiento para sus innumerables adoradores en su país de origen: Maradona seguirá dirigiendo a la albiceleste y los argentinos seguirán creyendo que los Reyes Magos existen.









Podría hablarles de cómo Hitler, gran dictador y mejor persona, respira el aire olímpico de los Elegidos en cada línea de Mein Kampf, influyente libro cuyo tono mesiánico impide a algunos incautos percatarse de que es un texto mal escrito, mal fundamentado y repleto de falsedades e inconsecuencias... una tontuna que habríamos de olvidar si no conllevara tantas implicaciones siniestras en la torturada experiencia de mediados del siglo pasado. Podría hablarles también de lo ocurrentes que deben sentirse ciertos caudillos con el corifeo de eunucos y cortesanos que le ríen cada una de sus gracias. Podría hablarles incluso de un amigo que siempre me llama para contar cómo le va, que se tira dos horas enteras al teléfono para relatar sus emocionantes aventuras y que, si en algún momento uno consigue enhebrar dos frases sobre su propia vida, percibe de inmediato el bostezo de aburrimiento en su egoísta interlocutor. O mi abuela, que siempre se peleaba con toda la gente que trataba porque parecía creer que el mundo era un huevo que Dios había cocido para ella comérselo...




Les seré sincero. El personaje que ha inspirado este post no es ni Hitler ni mi abuela: es Vicente Molina Foix, afamado escritor y, por lo visto, polifacético artista, pues acaba de estrenar su segunda película como director, El dios de madera. No estoy nada seguro de que vaya a ir a verla. No es nada personal, simplemente hay siempre los suficientes estrenos como para gastarse seis euros en un film cuyo único atractivo a priori es la presencia de Marisa Paredes. Por lo demás, mi olfato me dice que va a ser un rollo infumable, opinión que cambiaría sin dudar en el caso de que la viera y me gustara, pero va a ser difícil, pues a pesar de lo que me informaron en la niñez sobre el cielo, sospecho que sólo voy a tener una vida, y no voy a emplearla en ver películas de Molina Foix, que es por cierto lo mismo que he hecho con su profusa obra narrativa. No es nada personal, es que todo lo que tiene que ver con el personaje me recuerda a malos rollos, desde el famoso incidente telenocturno de hace unos años, hasta alguna de las columnas que publica en distintos medios, las cuales -las pocas que me he molestado en leer- me han aburrido siempre soberanamente, excepto aquella en que puso a parir al mundo del cómic, y que tanto lío generó en internet. No le pondré calificativos al artículo de marras, pero si ustedes lo leen posiblemente lleguen a la misma conclusión que yo: con la de cosas trascendentes que tengo que leer y aquí con estas tontadas...







La cosa no suscitaría mi atención de no ser porque esta semana el hiperactivo personaje ha aprovechado su columna habitual en El País para ponernos al día sobre su mala relación con un crítico llamado García Viñó. En 2º de BUP nos contaban lo mal que se llevaban autores como Góngora y Quevedo, los cuales se atacaban y contraatacaban con agudas invectivas, intrigaban para hacerse daño y puede que hasta intentaran quitarse a las novias. La cosa tiene su gracia en aquellos porque tamaña hostilidad dejó rastros literarios ciertamente ingeniosos. Lo de Viñó y Foix tiene, como lo diría, un toque bastante más cutre. Como es posible que recuerden, estos dos buenos señores se dedicaron a insultarse y amenazarse hace ya unos cuantos años en el programa nocturno Negro sobre blanco, presentado por Fernando Sánchez-Dragó. Tras el programa parece que llegaron a las manos y no sé si a los pies. Todo indica que el tal Viñó es un pobre hombre y que su papel de agresor en aquella reyerta va con el tono y la credibilidad de sus críticas literarias o cinematográficas. En sus frecuentes contiendas frente a tirios y troyanos -le gustan las celebridades, obviamente, pero puede emplear su tiempo en insultar durante días a un blogger de infantería- muestra una patológica propensión a la descalificación del interlocutor, y su tono engolado y adjetival huele a frustración intelectual antes que a erudición o ingenio.




Que el tal MGV sea más conocido por aquel affaire telenocturno -digno de un late show de Sardà- más que por su ingente producción literaria no es nada sorprendente, teniendo en cuenta mis sospechas de que el susodicho se sirve de sus diatribas contra Molina Foix y otros autores -normalmente vinculados a PRISA como Almudena Grandes o Javier Marías- para obtener respuestas airadas, generar polémica y obtener un protagonismo por el que parece estar dispuesto a todo y que de ninguna manera obtendría por otros métodos. Acaso lo preocupante sea que el propio Molina Foix también empiece a sonar mucho más por sus peleas con MGV que por sus producciones literarias o cinematográficas. En alguna ocasión le escuché decir que era lamentable haber concitado tanta atención en aquel febrero de 2002 por un asunto tan poco edificante. Es curioso, no recuerdo haber oído o leído a Javier Marías una sola palabra sobre Viñó, a pesar de que a él y a su supuesta impostura como novelista ha dedicado ríos de tinta el interfecto. Por contra, Molina Foix consigue acaparar la atención cada vez que se le relaciona con él. Esta semana pude leer un artículo donde arremetía contra su viejo amigo, el cual a su vez había atacado de forma inmisericorde la película.

¿Por qué vuelve a aparecérsenos el tipo de aquella trifulca nocturna que nos divirtió hace ocho años? Sin duda porque Molina Foix ha tenido el sentido de la oportunidad suficiente para sacar del sarcófago a su Moriarty y poner en la caja de resonancia sus exabruptos. De lo contrario no nos preocuparíamos por una película que casi nadie piensa ver y que, por las críticas que leo, tiene pinta de ser tan solo un poco menos lamentable que la primera que dirigió Molina Foix, Sagitario, que tuvo la suerte de ser ya institucionalmente protegida en su momento, pese a tratarse de un director novel, y de la que solo he encontrado críticas negativas y en algunos casos escandalizadas, críticas que, por cierto, no son todas del amigo G.Viñó. Al final, no tendría sentido perder el tiempo con toda esta pamplina estúpida salvo para hacerse una pregunta: ¿por qué las instituciones gastan mi dinero en proteger los delirios megalómanos de Molina Foix mientras que tanta gente con talento se pudre sin poder estrenar un largometraje? Que alguien tenga amigos poderosos y esté bien relacionado, ¿justifica que nos lo tengamos que encontrar hasta en la sopa?





En fin, lean el artículo sobre el cómic de Molina Foix o sus últimas controversias con Viñó. Yo me voy a ver un capítulo de The wire. Eso sí le quita a uno las ganas de creerse genial.



http://www.elboomeran.com/blog/79/blog-de-vicente-molina-foix/ (Entrada en El Boomeran, "Crítica o venganza", al hilo de la polémica con García Viñó)

Friday, July 16, 2010





¡INIESTA DE MI VIDA!








Difícil sustraerse al espectáculo del derrotado lloroso, tendido en medio de la cancha tras perder la que, probablemente, sea su última oportunidad de ingresar en el Olimpo de los Elegidos; difícil no conmoverse ante la solemnidad del momento en que suenan los himnos; difícil no vibrar con el gol de Iniesta... Uno puede ser alegremente ajeno a todas estas banalidades, pero es inútil pretender quedar al margen, por la misma razón por la que no quedamos preservados de los efectos de la televisión por apagarla, o del colonialismo yanqui por no beber coca-cola ni entrar a McDonald´s.


Hubo un tiempo en que todavía era posible denunciar el carácter alienante de los grandes espectáculos de masas. Queríamos que los plebeyos se ilustrasen y que, una vez efectuada la toma de conciencia revolucionaria, saliesen a tomar el poder que la Historia les adeudaba. De todo ello, las masas que llenaban los estadios no eran -en su encolerizado clamor contra el árbitro- sino una patética parodia. Yo creí descubrir a los quince años, fascinado por un libro de lomo negro que contenía las Narraciones extraordinarias de Allan Poe y que hablaba de cosas que no se veían en un estadio, que mi padre llevaba parte de razón cuando me amenazaba de que si seguía trasegando fútbol como un poseso el seso terminaría licuándoseme.





No tengo ninguna duda de que ver partidos de fútbol uno tras otro es una de las formas más estúpidas de perder el tiempo que puedan imaginarse. Y, sin embargo, los elementos intelectuales y morales que nos permitían presumir que el fútbol era el opio del pueblo han entrado en situación de incertidumbre. Ya no sabemos cuándo estamos alienados porque tampoco estamos seguros de cuál es esa esencia verdadera que supuestamente somos y de la que el fútbol nos enajena. Sabíamos que Franco se servía de las copas de Europa del Madrid para mantener espada en alto la autoestima de un pueblo con muchas razones para sentir vergüenza de sí mismo. Pero hoy, vemos la forma tan ridícula en que el Gobierno Zapatero trata de reflotar las maltrechas naves de su credibilidad en la corriente creada por el gol de Iniesta y nadie parece escandalizarse. Tan culpable habrá de ser uno como otro de pretender administrar en su favor los estados de ánimo de las masas, que por cierto es lo que han hecho siempre los dirigentes.


Pero ¿y si después de todo tuvieran razón? Ya puestos a hablar en favor del dictador, tengo la sospecha de que actuó como un visionario cuando dijo aquello de que "España es la reserva espiritual de Occidente". Lo que pasa es que no le entendimos. De igual manera, cuando pretendía que al compás ye-ye del Madrid de Di Stefano nos lanzáramos en plancha al tren de la modernidad estaba interpretando el destino de los españoles. La Nación no fue nunca la unidad de destino en lo universal que pensaban sus asesores falangistas, entre otras cosas porque hacía falta asesinar todavía a más gente de la que asesinaron para que lo fuera. Pero si levantara la cabeza no estaría tan disconforme con unas calles repletas de enseñas rojigualdas y gritos furiosos contra el leñero de Van Bommel... gritos que hieren como las lanzas de las huestes de Flandes.





Claro que el problema temo que no sea solo celtibérico. Miles de argentinos henchidos de furor patriótico despidieron a la albiceleste cuando salió de Buenos Aires rumbo a la gloria en tierras de leones. Los mismos, por increíble que parezca, que les esperaron con idéntica pasión para recibir a los héroes recién ridiculizados por la selección de Alemania en una de los partidos más caóticos y bochornosos de la historia. Es el Factor Maradona, desde luego, una extraña expectativa de encuentro con la magia que hace vivir a los argentinos hipnotizados en un limbo del que parecen empeñados en no salir, por más Corralitos que les caigan encima y por más que Diego envíe a todos los que osan decir que como entrenador en un inepto que "la mamen y que la sigan mamando".

Es cierto que no a todos los países del mundo están llenos de gente que cree que el fútbol puede hacerles felices y solucionar sus tristes vidas, eso que parece que creemos cuando aullamos como posesos porque la pelotita se ha ido dentro y Casillas llora unos minutos antes de besar a Carbonero. Pero entren en la web de uno de los prestigiosos tabloides ingleses, conecten con un canal generalista cualquiera, abran el Interviú, tráguense enterito un debate sobre el Estado de la Nación o traten de que alguien les explique exactamente qué es lo que ha hecho el banco con su dinero y se dará cuenta de que es la civilización entera la que ha mutado, la que de alguna manera -díganlo como les apetezca- se ha maradonizado.

¿Una ficción el fútbol? Desde luego, y bastante tonta, no tengo ninguna duda, por más que en aquel momento en que Iniesta marcó después de dos horas de una agónica batalla futbolística, yo experimenté una de las emociones más puras e intensas que recuerdo. Es una ficción en la que uno se deja llevar por la misma hipnosis que cuando se enamora o cuando cree de verdad en los elogios que alguna vez sus prójimos le regalan. Son emociones con cierta poesía, pero es que la prosa del mundo se ha trasladado también secretamente hacia la ficción, si se entiende lo que quiero decir con tal palabra.









"Capitalismo de ficción", así llamó Vicente Verdú al orden económico que se nos ha ido imponiendo sin que nos demos cuenta. "La filosofía clásica consideró la ficción una versión devaluada de la verdad, pero la ficción cuenta hoy con su propia verdad, más cara incluso e incomparablemente más productiva. de la realidad a secas no crece apenas nada, pero de la realidad doblada, de su recreación, se obtiene un espacio recreativo." (Verdú, El estilo del mundo)





Tradicionalmente hemos entendido el capitalismo como un modelo de organización de la sociedad y la economía cuyo objetivo es la provisión de mercancías. Tras la Segunda Guerra Mundial se produce una mutación que desplaza el protagonismo de las mercancías a los signos, es el llamado "capitalismo de consumo", que consigue envolver los productos en todo tipo de significaciones a partir de la publicidad. Según Verdú, desde la Caída del Muro de Berlín, sufrimos un nuevo giro, llegando a lo que llamaríamos "capitalismo de ficción", cuyo destino no serían tanto los bienes o el bienestar material que producen, sino "las sensaciones, el bienestar psíquico". El precio sería la sustitución de lo real por su representación, es decir, la conversión de la cultura en sociedad del espectáculo.



En un contexto así es ingenuo escandalizarse porque Telecinco exige dos millones de euros a las televisiones por emitir la grabación del beso de Iker Casillas a Sara Carbonero. En el portero de la selección, aquello pudo ser un acto de racial espontaneidad o, si se quiere, un desplante a quienes supuestamente dudaron de la conveniencia de aquel romance; en el mundo de los media, ese gesto es la guinda del pastel de un enorme negocio.

¿Cómo es posible que tanto dinero circule solo en derechos de imagen o retransmisiones exclusivas? Cuando nos hacemos esa pregunta parece que olvidamos que nuestro dinero, sin duda ganado a golpe de trabajo duro y honrado, lleva tiempo circulando por un limbo de bonos subprime, viaja a paraísos fiscales aunque a nosotros nos asqueen éticamente los que eluden el fisco, protege satrapías asiáticas o sirve para fichar a Cristianos Ronaldos. No lo sabemos, y no estoy muy seguro de que lo sepan los propios bancos. Esa es la clave secreto del capitalismo de ficción, como muy bien se refleja en los movimientos de los especuladores, que a fuerza de desvincular el dinero de la "riqueza real" han terminado por producir ellos mismos la propia realidad. de ahí que los precios suban o bajen cada día y las burbujas se agranden o revienten sin que podamos saber qué hacer para que las cosas mejoren, como si todo ocurriera en una especie de Olimpo desde donde se decide lo que va a ser de nosotros, pero quedando reducidos a la impotencia más absoluta ante ello.


Comprendame si grité Gol como un descosido en el balcón... Ustedes no saben la cantidad de reuniones estúpidas que me he tragado en el trabajo durante el curso, las bodas a las que he tenido que acudir con una sonrisa idiota en los labios, los papeles que he tenido que rellenar para llevar gestiones inútiles a buen puerto... Como dijo el ex-seleccionador Camacho en aquel momento: "¡Iniesta de mi vida!"

Friday, July 09, 2010





MUNDIALES








1. Dijo Heidegger que Dios –él lo llamaba el “Ser”- estaba destinado a no comparecer, es decir, que solo habría de darse a través de sus entes o sus signos. La Nación es una entelequia parecida. Oímos a muchos hablar de ella con una seguridad en sí mismos que convierte a quienes, como yo, no estamos demasiado seguros de nada, en poco menos que unos infortunados que deambulan tristemente por el mundo sin saber muy bien ni de dónde son, ni a dónde van, ni –sobre todo- quiénes son.

Mi abuelo, un tipo algo bruto pero al que siempre atribuí dimensiones bíblicas, fue llamado por la Nación por primera vez en los años veinte. Ya sonaba en aquel tiempo su nombre como “un delantero centro muy potente que jugaba por Levante” junto a un extremo bajito: eran Montes y Cubells, las dos estrellas de aquel Valencia fundacional que sustituyeron en el alma colectiva local la veneración por los toreros Belmonte y Joselito. Los convocaron a ambos para jugar en Barcelona contra Austria un amistoso de selecciones nacionales, pero después del entrenamiento -según mi abuelo por las intrigas del mítico Ricardo Zamora, que presionó para que colocaran a algún amiguete suyo con el nueve a la espalda- Arturo Montes hubo de quedarse en el banquillo. Poco acostumbrado a tales humillaciones, el Príncipe de Benicalap optó por coger el tren y volverse a Valencia. Probablemente se equivocó, aquello fue un ataque de soberbia.

Muy distinta fue la situación, diez años después, cuando la Nación le requirió por segunda vez: había empezado la Guerra y la caja de reclutamiento pasó por su casa. Se quedó en su habitación viendo películas de Charlot con un proyector que se había comprado y le dijo a mi abuela que cuando vinieran preguntando por él les dijera que se había marchado y que no sabía dónde estaba. Fueron, efectivamente, y, cuando mi abuela les soltó la milonga, los que te ofrecían el honor de servir a la patria con solo que te dejarás destripar un poco se marcharon sin mayores resquemores y no regresaron ya nunca.

Mi experiencia con la épica patria es, todavía, menos luminosa que la de mi abuelo. Mientras algún militante anarquista me insistía en la conveniencia de declararme insumiso y pasármelo bomba en un calabozo regodeándome con mi heroísmo, yo opté por jugármela a ver si la miopía hacía pensar a los médicos de la mili que, si me ponía a disparar con el cetme y me cargaba a algún sargento, era fácil que les echarán la culpa a ellos.

En estas condiciones entenderán ustedes que mi grado de identificación patriótica sea más bien de baja intensidad. Para colmo, tampoco acaba de excitarme la supuesta identidad colectiva de los valencianos, que para algunos se cuece en el fuego lento de las Fallas y la paella, y para otros mira al norte, concretamente hacia Catalunya, horizonte de civilización y asimilación cultural al que según ellos los valencianos se resisten solo porque son un poco paletos. Sí, ya lo ven, ni un himno con el que derramar dos lágrimas, ni una bandera en la que envolver mi cuerpo desnudo, ni tan siquiera una nacionalidad de la que esté tan convencido como para decir, “soy español, o “catalán”, o “vasco”, o “corso, ¿qué pasa?” Y lo peor –y esto lo que verdaderamente me desacredita como ser humano y revela mi absoluta falta de principios- es que encima duermo tranquilo por las noches. Qué vergüenza, no sé por qué entran ustedes a leerme.


2. Si surfean un poco por la Red preguntándose por el sentido de la palabra “España” van a sorprenderse. Es conocida la consideración de que el origen etimológico del topónimo nos lleva hasta los fenicios, que denominaron al territorio en el que apenas se adentraron “Tierra de Conejos”. Hay quien sin embargo anuncia que esta teoría ha quedado definitivamente desfasada, y que, en realidad, lo que los fenicios pretendían con eso de I-sphan –o algo así- era denominar a las “tierras del norte”, ya que llegaron hasta las costas altas del Mediterráneo occidental bordeando las costas africanas. Y una vez abierto el supermercado identitario, que es una cosa muy postmoderna y muy chula, podemos plantearnos otras opciones, a ver cuál nos mola más. Por ejemplo, estudios sobre el euzkera lanzan la hipótesis de que Iz-pania es un concepto geográfico cuyo sentido es el de “partir los mares”, conocido efecto peninsular que, de no ser por los Pirineos, nos habría convertido en una isla, algo así como Canarias pero a lo bestia. En relación a la lengua de los tartessios, unos tíos del sur muy misteriosos y que ya contaban chistes, como Chiquito de la Calzada, y se acojonaban cuando un toro les miraba mal, como Curro Romero, la tierra de Ispa es aquella “donde se forjan los metales”. Una curiosa teoría, muy del Guerrero del Antifaz, dice que en realidad el concepto junta dos vocablos para otorgar a lo hispánico carácter peformativo, es decir, que etimológicamente España sería “la nación que se engrandece por conquista” (y que se fastidien los moros, hala).

No entro en las más delirantes, que las hay y algunos las defienden con la misma convicción con que arguyen que la faz de Cristo se apareció en un sándwich, pero hay un par más que aparecen reiteradamente: la de que Dionisos envió a su segundo, Pan, a cuidar del lugar, de ahí lo de Spania… O la que nos asocia a la caucásica ciudad de Ispahán, cuyo sentido remite a las primitivas lenguas indoeuropeas, para las cuales Span sería “tierra montañosa”.

¿Qué, les mola esta sarta de gilipolleces para contarlas en alguna cena de empresa de estas de julio en que uno nota que la ensaladilla viene del congelador? Lo que yo me pregunto es si, no pudiendo ponernos de acuerdo ni siquiera sobre si somos la tierra de los conejos o la del buitre Leonardo, hay derecho a que sigan yendo por ahí algunos decidiendo que ser “español” es lo que ellos dicen que es, por no hablar del repugnante fascista que ayer le pegó en San Fermín un navajazo a uno porque llevaba la camiseta de la selección española.

3 En ningún acontecimiento puede aspirar ya la Nación a darse en sus signos con tan alta definición como en el Mundial; olvídense los sociólogos de desfiles militares, homenajes a la corona o fiestas de guardar Como el fútbol es en realidad un espectáculo mas bien aburrido, al menos cuando no juega tu equipo, llega un punto en que obligo a mis allegados a que me pongan el momento de los himnos nacionales y luego les dejo cambiar el televisor. No ves goles en ese momento, pero tiene su miga lo de las caras emocionadas de los jugadores, alguno de los cuales incluso derrama alguna tierna lágrima patriótica antes de partirle la tibia al contrario.

En España, es objeto de suspicacia que el catalán Piqué baje la vista durante la interpretación del himno de España, al contrario que Sergio Ramos, el cual la levanta al cielo cual legionario. Hay himnos que tienen letra y la gente la canta, ahora con la novedad de que la tele acerca al micro a los jugadores para ver si cantan el himno, quedando la duda de si el turco Ozil, el tunecino Khedira y el ghanés Boateng no cantan el himno alemán porque le tienen rabia o por qué no se lo saben. Hay otros, como el español, que no la tienen, bueno, sí la tiene desde hace poco, pero no nos la sabemos y en cualquier caso nos daría vergüenza (“viva España/ cantemos todos juntos con distinta voz/ y un solo corazón”, un himno muy postmoderno y muy del gusto de la España políticamente correcta porque en él no se habla de matar a ningunos enemigos ni de asar a los infieles) Lo más socorrido es lo que hacen nuestros compatriotas en los estadios de Sudáfrica –a los cuales acuden todos no por un paquete turístico sino porque les tocó en una rifa del Lidl o de Piensos Sanders-: decir wa wa wa wa al ritmo del himno, aunque a mí en este caso me suele venir a la cabeza –la infancia siempre es algo traumática- aquello de “Franco, Franco/ que tiene el culo blanco/ porque su mujer/ lo lava con Ariel…”

Luego está la fiesta de camisetas y vuvuzelas en las gradas, las manifestaciones de orgullo y euforia después de cada triunfo, las chatis que se hacen famosas porque prometen enseñar las tetas si gana la selección de su país, los body painting de las modelos que van desnudas pero las pintan con colores de Uruguay, Brasil o Alto Volta, los presidentes del gobierno que rompen el protocolo en el palco por un gol de su equipo… ¿Para qué montar guerras si tenemos el Mundial? De no ser por los traficantes de armas y por los políticos reaccionarios podríamos satisfacer todas nuestras ansias con este desfile de gilipolleces. Todo lo más se rompería la pierna de algún delantero o moriría algún infortunado por arma blanca en las celebraciones post-partido.

4. Sí, ya sé, el fútbol aliena, y la gente es capaz de soslayar durante un par de horas el hecho de que mañana no sabe si va a poder pagar la hipoteca por una estupidez tan grande como que un tipo que gana una fortuna a su costa envíe una pelota a la escuadra de la portería rival. Es curioso que un señor usualmente serio y cabal como el Presidente del Gobierno de España haya insinuado ya que la victoria sobre Alemania puede ser un símbolo de lo equivocados que estaban Merkel y el Bundeschbank al poner en duda la sostenibilidad de nuestra economía. Como broma, puede molar que pensemos que un par de combinaciones entre Villa e Iniesta o un racial cabezazo del Tiburón Puyol van a sacarnos del paro y devolver la confianza a los mercados financieros internacionales, pero ¿quién sabe?, a lo mejor en este “capitalismo de ficción” o “sociedad gaseosa” en que nos movemos es esto lo que nos salva… O en todo caso, quizá salve nuestra autoestima, que tampoco es poca cosa.

Hace ocho años, cuando la selección argentina era objeto de fanáticas manifestaciones de apoyo al salir de Buenos Aires rumbo a Corea, pensé que en pleno “corralito” lo mejor que podía pasarle al país era que le dieran una somanta de palos en aquel Mundial, a ver si así los argentinos espabilaban y dejaban de vivir en las dulces tinieblas de la ensoñación. Hoy debo decir exactamente lo mismo de España, esta tierra de conejos que parece haber alcanzado la cima de su rendimiento deportivo en el momento económicamente más crítico en treinta años.

Y sin embargo… No estoy seguro de que las recurrentes charlas sobre como parar el domingo a Robben o si ha de jugar arriba Fernando Torres sean más insanas que las que en los mismos bares podrían los mismos protagonistas tener sobre las disputas parlamentarias o la corrupción en la costa… y tampoco estoy seguro de que en un bar donde te ponen patatas bravas y calimocho sea lo más propicio discrepar sobre si hay una gran brecha entre el joven Wittgenstein y el de las “Investigaciones”, o si en los poemas más apasionados de Nueva York, Lorca estaba en realidad sublimando su condición sexual. Entiendo que a muchos de ustedes les moleste esta saturación informativa mundialista. A mí me llegan a poner enfermo esos tipos que gritan por la calle con una camiseta roja y luego, por la noche, me arruinan el sueño con la mamarrachada esa de “yo/soy/español/español/español/yo/soy…”

De acuerdo, pero no sé si estoy autorizado para decidir en qué deben emplear mis conciudadanos el tiempo de los sueños. “No sé qué te dará a ti esto del fútbol”, le decía a un amigo su madre después de oírnos gritar un gol cuando íbamos a su casa de críos a ver al Valencia. Yo sé lo que pasaba por mi corazón cada vez que veía a Mario Kempes atravesar el campo rival con el balón en los pies y en Mestalla se dejaba escuchar un murmullo de tensa espera, de admiración creciente porque algo muy grande estaba a punto de suceder. ¿Estúpido? Pues claro. Tan estúpido como tener hijos creyendo que van a hacer todo lo que nosotros no supimos, tan estúpido y tan iluso como creer que nuestras novias nos amarán para siempre o emprender un viaje en busca de ciertas verdades que, en realidad, habían nacido también de entre los sueños…

Bienaventurados sean pues los Mundiales, que permiten que nos riamos un poco de las patrias y que, de vez en cuando, consiguen que tipos hechos y derechos griten y se abracen por un gol de cabeza al saque de un corner… Aunque al día siguiente no sepan si va a embargarles el banco.

Saturday, July 03, 2010








EL ABRIGO MILAGROSO
DE MARILYN MONROE




En la manifiestamente olvidable película Jóvenes prodigiosos, Michael Douglas conduce al joven Tobey Maguire a un oculto lugar de la casa de unos amigos para enseñarle algo que anuncia como “excepcional”. Abre el armario y aparece un abrigo junto a una foto de Marilyn Monroe que, a ojos del joven mitómano, lo explica todo rápidamente: es el auténtico abrigo que lució la estrella la mañana de su infortunada boda con el jugador de béisbol Joe di Maggio. Unas lágrimas asoman al semblante del personaje de Maguire: la “soledad” de ese abrigo -siempre ahí, oculto en la penumbra de un armario cerrado con llave- le produce un sentimiento insoportable, algo así como la metáfora de la tristeza a la que el mundo condenó a su rubia predilecta.

No veo una gran diferencia entre este tipo de actitudes, hoy tan extendidas, y las de los peregrinos medievales que atravesaban bosques de demonios y mares de monstruos durante meses para poder tener el honor de besar una reliquia. No muy distinto a la urgencia con la que unos cuantos súbditos de la República Islámica, unos minutos después de conocerse el fallecimiento de Jomeini, corrieron a besar la silla desde la que el Ayatollah del Irán lanzaba sus prédicas. Nos gusta pensar en Occidente que tales arrebatos de fanatismo son cosa de “moros” y otras gentes de mal vivir, pero a mí, cuando escucho al Papa Ratzinger o a alguno de sus altos ejecutivos arzobispales lanzar anatemas contra perversiones tan horrendas como la homosexualidad o el preservativo, se me ocurre pensar que Mahoma tenía tan pocas ganas de criar talibanes o fundamentalistas como el nazareno de fabricar el Vaticano, el Opus Dei o la Santa Inquisición.

Hace años visité un monasterio franciscano en cierta localidad murciana. El monje que nos enseñó el lugar –ciertamente fascinante, no dejé ni un momento de pensar en El nombre de la rosa- caía irremediablemente en el pecado de la soberbia al insistirnos una y otra vez en el hecho de que “ningún otro sitio habrán encontrado ustedes piezas de culto y maravillas como las que aquí tenemos”. Así, vi trozos de omóplato de santos a los que los infieles habían hecho cachitos con admirable paciencia, uñas de vírgenes, tijeras de cortar prepucios y un cacho de madera podrida que “nosotros los monjes tenemos razones para pensar, aunque acaso ustedes no quieran creerme, que proviene de la cruz de Nuestro Señor”.

El hombre no parecía tener ninguna duda respecto al poder mágico de todas aquellas bagatelas, que a mí bien poco me importa si eran auténticas. Todos creemos en los milagros, pero recuerdo el asco físico y moral que un allegado me dijo haber sentido en su visita al Santuario de Lourdes, una especie de histérico hipermercado de la esperanza. Hay blogs donde pueden pasarse días interminables dando razones contra los descreídos a favor de la eficacia milagrera de las aguas junto a las cuales Bernardette vio a la Virgen. Sí, ya sabemos, prodigios que “la ciencia no sabe explicar”. Añadan que las autoridades “ocultan intencionadamente toda la documentación al respecto” y ya no sabrán si nos habla la Iglesia de santos milagrosos y niñas visionarias, o Iker Jiménez y los parapsicólogos de ovnis, caras de Bélmez y mensajes cifrados que los atlantes se dejaron en los monolitos aztecas. Yo, como dijo Hannah Arendt, creo firmemente en los milagros, pero sé muy bien que solo los humanos pueden obrarlos. De lo contrario me sería imposible creer que algún día Israel entrará en razón con el tema palestino o que en el País Vasco dejará de haber muertes inútiles. Lo siento por Bernardette, sin duda un encanto de niña, pero el mayor milagro que conozco es el de la voluntad política de cambiar las cosas, de salir de la inercia que decreta que los débiles se pudran y que la mayor parte del capital del mundo esté concentrado en unas pocas manos.

Volviendo al abrigo de Marilyn, se me ocurre pensar que la cultura contemporánea ofrece síntomas de un renacimiento de los sentimientos religiosos, pero en un sentido que dudo mucho que llegue a encandilar a la clerecía, quizá porque el paisaje moral que estructura está muy lejos de la disciplina tradicional monoteísta. En cierto modo, la mitomanía globalizada de nuestro tiempo -extraordinariamente incrementada por el efecto Internet en los últimos quince años- recupera los hábitos perdidos de la antigüedad politeísta.

En torno a la idea de un Dios creador, supremo e incuestionable, se crearon históricamente instituciones, ritos y valores capaces de unir los continentes y civilizar los desiertos. Dejé de creer en Él el día que me di cuenta de que un tipo con tanto poder sólo puede ser un pelma insoportable. Por el contrario, los personajes que componen la antigua mitología mediterránea, mucho más accesibles, tienen la gracia de proclamarse dueños del juego sin llegar a apropiarse de todos los triunfos, de tal manera que pueden intervenir, aconsejar, amenazar o cabrearse, en función de si se les hace adecuadamente la pelota y se les saluda cada mañana con los ceremoniales correspondientes.

Creo que los ídolos del pop cumplen en nuestro tiempo una función parecida. La mejor analogía es la que podríamos hacer con los santos, un eco de paganismo muy característico de las culturas de origen mediterráneo. El santero no habla con Dios porque con Dios no hay quien se entienda. Por el contrario, a San Antonio Bendito se le puede pedir que nos encuentre objetos extraviados, a San Cucufato (“que los cojones te ato”) se le pide cualquier cosa, incluyendo –supongo- que al vecino que me tira agua de riego todas las noches le parta un rayo (“y si no me lo concedes, no te los desato”) y al Cristo del Gran Poder se le puede pedir que gane el Betis o, lo que viene a ser lo mismo, que pierda el Sevilla… Todo ello, claro, siempre que uno pronuncie en el rezo las palabras justas –como cuando se invoca a los espíritus en las películas de fantasmas- o se le den tres besos a las estampas correspondientes.

No veo gran diferencia entre tantos residuos de animismo y la devoción con la que los llamados fans participan del culto a Michael Jackson, Lady Di o Elvis. Un especialista en “elvisología” me reveló la existencia de asociaciones dedicadas a extender la especie de que el Rey está vivo. Hay incluso webs de fanáticos que incluyen secciones de “avistamientos”, recogiendo testimonios de personas que dicen haber visto al Santo en una playa de Santo Domingo o cantando en un karaoke de su pueblo. Dios muere pero siempre resucita, qué vamos a hacerle. Y no es un problema solo de cristianos, desde luego. En un mercadito de beatlemaniacos te encontrabas al entrar una especie de homenaje funerario a George Harrison con vela encendida, estampa del finado y algún fetiche budista, ante todo lo cual lo último que a uno se le ocurría era hacer bromas.

¿Qué es lo que convierte un pelo de John Lennon o las bragas que se puso Brigitte Bardott durante su baile en “Y Dios creó a la mujer” en un objeto de culto por el que un tipo paga una fortuna y a nadie nos extraña? Mas allá del delirio del coleccionista, encontramos la misma espiritualidad que hay detrás de los objetos de culto que esconden como tesoros en las vitrinas de los monasterios o la bolsa de amuletos de aquel guerrero tribal que guardaba juntos el diente de su padre muerto y el pellejo testicular del primer león que consiguió matar. De alguna manera, descargamos sobre los santos, los antiguos y los actuales, el mayor de nuestros miedos, la muerte y, el aún más temido, la desaparición y el olvido.

Las lágrimas de Tobey Maguire ante el abrigo de Marilyn son similares a las que se experimenta ante toda reliquia… De alguna manera, nos ponen en contacto con la divinidad, de cuya eternidad no dudamos. ¿Era una diosa Marilyn Monroe? Desde luego que no: tenía complejo de gorda, se deprimía con la regla y aprendió a actuar y a hacer ademanes sexys fijándose en alguna amiga con gafas del instituto… Pero ¿qué importa si siempre son otros los que te canonizan cuando ya estás muerto y ya es tarde para explicarles que ese rollo no te va?

En los últimos días es posible que se hayan ustedes topado con el gigantesco escupitajo con el que Cristiano Ronaldo, ese joven de poderosa musculatura que parece haber nacido para estatua de Apolo, obsequió al periodista que le filmaba tras la eliminación mundialista de Portugal. Lo exhiben en las portadas sin ningún pudor, así en primer plano, como una lluvia dorada pero en escupitajo ¿Pagaría alguien por obtener los restos de la divina saliva sobre el césped y guardarlo en una vitrina para enseñarlo solo a las visitas más selectas, como aquel seductor de Fellini hacía con los pelos púbicos de sus conquistas femeninas? Y de Belén Esteban, ¿quedará en el olvido más absoluto como le suponen sus envidiosos detractores o llegará el día en que paguemos fortunas por sus extensiones de pelo o sus tangas usados?

Quizá sea la única esperanza para invocar el favor de los dioses y acercarse a la inmortalidad en estos tiempos que se dice que son tan laicos y descreídos. Nos hace falta fe, debe ser eso.




Friday, June 25, 2010













ESPAÑA







La escena transcurre en cierta localidad de las planicies castellanas, dentro de la oficina del Jefe de Estudios de un instituto de reciente construcción y que incorporaba todas las maravillas arquitectónicas exigidas por la Reforma Educativa iniciada en los años ochenta. Una profesora de mediana edad, exagerada en el maquillaje y en los gestos, con alguna operación de morros y tetas a cuestas, le espetaba al Jefe de Estudios algo así como: "¡Yo, que soy una luchadora, que me fui a Madrid yo solita a estudiar y que he hecho leer a mis alumnos hasta el Ulises de Lloice... que me metáis ahora a un subnormal en clase, coño, Paco, es que es muy fuerte!", todo eso sin dejar de sostener el bocadillo de sobrasada que le dejaba alguna que otra marca encarnada entre sus siliconosos labios.







¿Por qué les cuento esto? Es el ejemplo que ahora mismo me viene a la cabeza, de los miles que podría ofrecerles, para explicar que el gran problema oculto de los españoles es el de la falta de lucidez. Si orientamos astutamente el análisis, encontramos que ese defecto explica la actual zozobra económica, el desastre educativo, la colonización industrial, la falta de productividad, la impotencia institucional, la impunidad de los corruptos o el caos organizativo mucho mejor que la presunción de que los españoles somos idiotas, que solo nos podemos de acuerdo para decidir dónde matarnos o que en el fondo somos todos unos zánganos. La señora de la que les he hablado parecía estar ciertamente un poco loca. He encontrado muchos así en mi profesión y les aseguro que los hay absolutamente pintorescos, lo cual puede reforzar la teoría de que nuestro mal es el del quijotismo, es decir, que uno tiene que convivir en cualquier sala de máquinas con tantos lunáticos que lo raro sería que el país funcionara.



Pero creo que esa sensación en realidad es producto de algo mucho más profundo y en lo que sospecho que no nos fijamos: en este país cuanto apenas acabamos de quitarnos la boina. Ese es nuestro auténtico Mal, no tanto porque haga un par de semanas que hemos dejado de ser una sociedad feudal, sino porque se nos ha olvidado demasiado pronto.










Cuando allá por los años veinte mi abuelo empezó a jugar en el Valencia CF, toda su familia se desplazaba en una tartana desde las huertas de Benicalap hasta la acequia de Mestalla. Llegaban, ataban al burro y Arturet salía ya vestido de corto para entrar en el estadio y liarse a marcar goals (entonces se llamaba así, goal... igual que el nueve era un center forward y el juego que acababan de traer los ingleses se llamaba foot-ball). De eso hace mucho, claro. En aquel tiempo, Benicalap era un pueblo en toda la extensión de la palabra, y su gente acudía al cap i casal solo de vez en cuando. Ahora no es más que un barrio más de la capital y hasta su mercado puedes llegar andando o en metro sin atravesar un palmo de huerta.



Acudan a cualquier suburbio de una gran ciudad. Verán, por ejemplo, una vieja casa con jardín que hace raro en medio de tantos bloques inhóspitos y grises. Pues bien, hace mucho menos de lo que nos creemos, esa casa dominaba el lugar y a su alrededor había chozas, alquerías, huertas naranjas y un páramo donde la gente cogía caracoles con la intención de cenárselos.








Un viejo amigo riberenc, ahora ejerciendo un sofisticado cargo de profesor e investigador de Sociología por la Universidad de Valencia, me confesó recientemente el vértigo que le producía hablar tanto sobre nuevas tecnologías, la I más D, los planes de Bolonia, las redes sociales de Internet o los retos de la nueva economía, cuando "resulta que yo, a mis cuarenta años, he visto rebaños de cabras por las calles de mi pueblo y en algunas casas tenían su marrano para matarlo cuando llegaba el invierno..."

Se me ocurre pensar, por si no les basta el anecdotario, en algo que me pasó hace unos años. Estaba sentado leyendo el diario en un banco de la gran avenida junto a la que vivo cuando un viejo se me puso al lado. Superé la estúpida impaciencia con la que decidimos eludir cualquier
conversación con un desconocido y, al darme cuenta de que el viejo sabía muchas cosas, decidí aprovechar la ocasión e interrogarle, sobre todo cuando advertí con cierta perplejidad que lo que para mí es una simple avenida, para él era "la autopista". Entendí entonces que él, que siempre vivió allí, veía desde su pueblo la gran ciudad a la distancia, que todo lo que ahora es calzada para automóviles era entonces un entramado de huertas y acequias, que de lo que ahora vemos tan solo estaba "esa pequeña capilla con su campanita para avisar a los pobres de que les daban de comer", y que "allí donde usted ve ahora la Seat lo que había era una granja de cerdos y que su dueño era el más rico del pueblo, y acudía al Banco de Valencia con los cerdos detrás y todo el mundo lo sabía porque dejaba olor, pero en el banco le abrían todas las puertas porque tenía más dinero que nadie..."





El viejo no hablaba del siglo XIX, hablaba de hace muy poco: "después hicieron la autopista y todo ya cambió muy rápido. Aquel hombre había experimentado el mismo vértigo que mi madre, que dice que está muy bien que haya neveras, "porque la comida se estropeaba en las alacenas y a tu abuela le ponía eso enferma" y "porque antes tenías que ir con cántaros a por agua", pero la verdad es que de cría, allá en el pueblo, le hubiera resultado impensable un mundo tan distinto.






No sé si mi madre piensa en eso con frecuencia, quizá no le gusta pensarlo demasiado, porque siempre he sospechado que en este país respecto a las penalidades del pasado la gente prefiere no pensar ni hablar demasiado. Yo siempre tiré mucho de la lengua a mi abuela y sé lo que significa mantener una mentalidad preindustrial en una España como la que se empieza a configurar sobre todo a partir de los sesenta y cuaja definitivamente con la democracia y la modernización política y económica del país.

Pero quizá el problema no sea de mi madre ni de aquel anciano del banco de la avenida. Creo que la esquizofrenia que arrastramos es producto de la velocidad desorbitada a la que nos hemos subido a trenes que no hemos inventado. No tuvimos revolución industrial ni burguesía, pero vivimos en una democracia que casa a los gays y somos supuestamente una potencia económica. A veces tengo la impresión que la modernidad y su concreción en prosperidad y libertades son un producto precocinado por otros que nos estamos comiendo tras descongelarlo. Esto a la fuerza tiene que producir vértigo en la gente, por eso uno tiene que relacionarse cada día con unos cuantos locos.





Deberíamos todos hacernos una pregunta: ¿cuántas generaciones me separan del hambre? España está llena de gilipollas, herederos de aquel fantasmón grandilocuente que declaraba el trabajo con las manos "propio de judíos" y que aspiraba a ser clérigo o caballero, que pueblan las oficinas creyéndose que su supuesto alto linaje no tolera cosas como tener en el aula a un niño con síndrome de Down. Pero la realidad es que mis abuelos tenían las manos encallecidas de secarral castellano, unos, o las piernas mordidas por culebras de acequia, los otros.






¿Saben? Tengo una vecina que vino hace cincuenta años de Jódar, un pueblo de Jaen. "¿Qué vino, usted, María, a casarse?"... "Qué a casarme, vine porque allá nos cagábamos de hambre"
Está bien ponerse muebles de Ikea, tener a una chica hispanoamericana cuidando al crío y comprarse un automóvil bonito. Está bien eso y, sobre todo, tener un grifo del que -milagro- mana agua. Y lo que sobre todo es un lujo es no pasar hambre y no tener que agachar la cabeza con humillación cuando nos cruzamos con un preboste o un hacendado, como sospecho que les pasaba a mis abuelos.

Lo que temo es que se nos olvide demasiado fácilmente quienes somos y de dónde venimos.


Friday, June 18, 2010



BAUDRILLARD Y LOS
IMPOSTORES



1. El gran teórico contemporáneo de los simulacros, Jean Baudrillard, fue con frecuencia objeto de críticas francamente ácidas e incluso de burlas, como cuando se le acusaba de ser cínicamente banal por aquello que dijo de que "la Guerra del Golfo no ha tenido lugar", o cuando, a su muerte, se insinuó de manera algo macabra si se trataba según sus propias teorías de un simulacro de muerte y no de una defunción real.


De haberse preocupado de leer sus libros quizá hubiera entendido que lo que el filósofo francés intentaba decir era que las sociedades occidentales habían conseguido resguardarse contra algo por definición amenazante como es el acontecimiento a base de producirlo previamente. Esta teoría es ciertamente osada, no lo dudo. Supone que lo que cualquier historiador presenta como acontecimientos -la guerra, las grandes decisiones de Estado, las contiendas sociales- son de alguna secreta forma producidos en el in vitro de los media, de tal manera que cuando, sentados ante el televisor, los damos por verdaderos, en realidad no estamos cuestionando que el principio de realidad desde el que siempre hemos juzgado si algo es verdadero o falso, real o ficcional, ha entrado en situación de incertidumbre, de manera que ya no podemos sentirnos seguros en él. Baudrillard no dijo nunca que no hubiera muertos en el Bagdad, lo que dijo es que aquella guerra había sido diseñada desde laboratorios mediáticos, lo cual invalida la condición tradicional de la guerra entre naciones, convirtiendo la muerte y el despliegue de armamentos y declaraciones en una especia de espectáculo siniestro de telediario. Cuando los medios se baten en retirada, la muerte sigue, pero la guerra ya no es real, ha salido de las pantallas.


Este planteamiento afecta a lo que supuestamente no es objetivo de los reporteros. Los padres protegen a los niños de las calles, de sus profesores, de los demás niños... fabricando para ellos un mundo virtual y eternamente infantil. Los psicólogos nos protegen contra el amor, esa máquina de producir dolor y frustración. Internet nos permite tener relaciones sexuales sin el temor vírico a la promiscuidad del contacto. Con facebook podemos tener docenas de amigos y darle a la tecla delete cuando hacen eso que terminan haciendo siempre los amigos, que es ponerse pesados o traicionarnos. El café no tiene cafeína. El jamón es bajo en sal. La paella se calienta al microondas...



Sí, quizá la de Baudrillard sea una interpretación abusiva y maximalista de una serie de fenómenos que acaso no constituyen toda nuestra vida. Pero el hecho es que tenemos miedo. Miedo a los otros, esencialmente. Miedo a que nos contagien, a que nos seduzcan, a enamorarles. Miedo a los delincuentes, a separarnos del guía turístico y conocer, entonces de verdad, la ciudad que visitamos y que ya no se parece a la que presentaba la guía. Miedo a los virus, al colesterol, al envejecimiento, a las arrugas. (En esa ansiedad encuentran su target las empresas que venden las nuevas formas de salvación, una estafa semejante a la de los que vendían crecepelos en las antiguas ferias, pero que extiende ilusión entre las gentes, lo cual siempre ha producido crasos beneficios). La alergia se convierte en la enfermedad del momento, pues se produce por el rechazo al contacto con lo que nos es extraño, de manera que, preservados en la burbuja de la salud, la higiene y los alimentos sin elementos agresivos, terminamos por ya no saber producir anticuerpos, con lo que nos volvemos vulnerables a todo.


Quizá tenga algo de intolerable la metáfora de Baudrillard, que amenaza con el "Crimen perfecto", ese tiempo en el que conjuramos el peligro de lo real sustituyéndolo aquí y allá por una refinada red de simulacros. Pero ¿no tienen a veces la sensación de que todo es de mentira? Quienes siguen creyendo en la alta política, por ejemplo, no parecen haber escarmentado entonces de la participación, los sondeos de opinión, el liderazgo, la gobernabilidad, la oposición y todas las demás engañifas con las que los profesionales de la política montan la escena con la que se nos da a creer que todavía hay estadistas razonables y expertos cuidando de nosotros.




2. Evra, lateral derecho de la selección francesa, derrama unas lágrimas mientras suena La Marsellesa en Sudáfrica. Ya solo es posible emocionarse con el himno universal contra la tiranía siendo un negro. Cuando estuve en París callejeé tanto como merece una ciudad tan infinitamente hermosa, pero sólo vi africanos y árabes. Al volver al hotel me encontraba con los franceses, todos estaban en la televisión, allí solo salían blancos. Enigmática impostura, el europeo que protagoniza las leyendas que ahora empiezan a forjarse llegó en una patera. Quizá sea ese un buen motivo para emocionarnos de nuevo con La Marsellesa. El lepenismo, por contra, haría bien en no ver el Mundial.


3. Los aficionados sudafricanos cantan, bailan, hacen sonar las insoportables vuvuzelas durante todo el partido, al que han acudido disfrazados o vestidos con trajes de colores. Los africanos han entendido que el verdadero espectáculo no es el que se anuncia porque, en realidad, el fútbol aburre a casi todo el mundo... Accedemos entonces a un espectáculo sociológico en toda la extensión de la palabra: exhibirse inocentemente, presumir de belleza, de ropa, de danza, de alegría. La felicidad que denotan nos resulta ininteligible. ¿No eran pobres? Debemos aprender a mirar de otra manera.


4. Jimmy Jump es básicamente un idiota. No importan nada sus razones, ni las de Mark Roberts, el menda impresentable que salta desnudo a los estadios con unas borlas de Navidad atadas a los huevos. Jimmy, agente comercial de treinta y cinco años, dice sentir "algo especial" cada vez que da rienda suelta a su condición de "saltador profesional". Ridículo pedirle no hacer daño al ilusionado cantante que en ese momento trataba de labrarse un futuro y cuya actuación fue ignorada por su culpa. "Notoriedad", esto es lo único que busca este gilipuertas. Pero la idiotez es un destino en el tiempo que Andy Warhol profetizó que sería aquél el que "todos tendríamos derecho a nuestros quince minutos de fama". Queda muy lejos aquel tiempo de los espontáneos de las plazas de toros, tipos hambrientos que saltaban con la chaqueta a modo de muleta y trataban de demostrar al mundo que merecían una oportunidad. Enciendan la tele y verán que se ha llenado de jimmys jump capaces de aguantar cualquier humillación por adquirir notoriedad. No sabe hacer nada, no sale para mostrar al público que también podría cantar en Eurovisión, simplemente, como esos exhibicionistas de los parques que enseñan un pene ridículo, desea que le miremos. En ese sentido, este idiota es un destino, un destino bastante cutre, por cierto.


5. Tommaso Debenedetti se ha tirado más de una década vendiendo a los periódicos entrevistas falsas. El problema de los sinvergüenzas es que además nos intentan demostrar que tienen sentimientos y que creen estar haciendo cosas buenas por el mundo. Tiene razón en una cosa: "Mi idea era ser un periodista cultural serio y honrado, pero eso en Italia es imposible. La información en este país está basada en la falsificación. Todo cuela mientras sea favorable a la línea editorial, mientras el que habla sea uno de los nuestros . Yo, simplemente, me presté a ese juego para poder publicar y lo jugué hasta el final para denunciar ese estado de cosas." ¿En qué pensaba el director del diario de Nápoles cuando le compró a este tipo una entrevista a Obama o a Ratzinger? ¿Importa realmente que la información sea verdadera, o más bien se trata de que sepa simularlo?


6. Al hilo de las últimas medidas de recorte del gobierno socialista y del fracaso de la huelga de funcionarios convocada por los grandes sindicatos, el PP se ha presentado como el gran partido de los obreros españoles. Voy a dejarlo, que me entra la risa...

Saturday, June 12, 2010








POR QUÉ ME GUSTA JOAQUÍN SABINA








Tenía pensado escribir hoy sobre Zapatero. El Presidente en su laberinto, lo había titulado. Le ponía una de esas fotos de tres cuarto y de perfil, el típico hombre poderoso rodeado de otros hombres con poder que parecen muy seguros de la trascendencia de lo que se llevan entre manos. Él mira pensativo un poco hacia ninguna parte, como a un horizonte con el que solo puede soñar, pues vive permanentemente encerrado. Añado entonces muy shakesperiano que, como todo Macbeth, tiene el poder con el que soñó desde niño, pero no sabía –y ahora lo descubre- que su pacto fáustico le ha negado la paz con la que los fracasados miramos crecer la hierba o leemos poemas. Debe ser insultante para el rico la feliz convicción del obrero que se fuma un ducados y se bebe una cerveza en un bar de amigachos que arman jolgorio después del trabajo. Quiero pensar que, de igual manera, el Presidente envidia secretamente la levedad con la que los hombres fracasados salimos a la calle y miramos cómo las hojas de los árboles van cambiando de color hasta que terminan por caer y desaparecen.

Mola, ¿verdad?, pues no, no voy a hablar de Zapatero. Me entran ganas de meterme con él, de criticar su optimismo -que ahora se revela como irresponsable- o esa visión tan cosmética del liderazgo político con el que va a pasar a la historia. Una vez, cuando le pidieron definir a Zp, Alfonso Guerra contestó que era ante todo “un tío con suerte”. El problema de los tipos con suerte es que a veces el viento cambia, y cambia drásticamente, de manera que entonces hay que remar… Y es entonces cuándo se ve cuál es el valor real de los grandes líderes. Zapatero da la impresión de haber quedado completamente varado. El día en que hizo lo que dijo que nunca haría perdió la mayor parte de su ascendiente sobre los ciudadanos: el de la honestidad. No digo que no sea honesto, sino que -al contrario que Felipe González, que creía que con sus dotes de prestidigitador podía hacer girar a sus millones de fieles en la dirección de sus propias derivas ideológicas- no tuvo nunca otro atractivo que el de que la gente creyó que decía la verdad.

Pese a todo, sigue teniendo algo de suerte, porque –al menos a mis ojos- siempre conseguirá molestarme menos cada vez que sale en la tele que sus rivales del PP, que han tenido el mérito de mostrar sin ambages en estos últimos ocho años que todo, cualquier felonía –desde la calumnia, el insulto o el pataleo en una institución sagrada como es el Parlamento hasta la odiosa estrategia de dañar al país para perjudicar al que gobierna- vale con tal de lograr el único objetivo que sostiene a un partido entendido como un bussines: ganar las siguientes elecciones. Después uno escucha a sus alumnos decir que los políticos son todos unos sinvergüenzas… Y hay veces en que tienta no discutírselo.

Pero, miren, no. Tal y como empezaba a reflexionar sobre las cuestiones de alta política con las que se traman nuestros próximos insomnios, me percaté de que en el programa de Buenafuente estaba saliendo Joaquín Sabina. Y, entonces, mientras pensaba en Zapatero, se me ocurrió que Sabina, al contrario que el Presidente, lleva en mi vida más de un cuarto de siglo. Dejé lo que llevaba entre manos y me puse a mirar la tele. Y, como tantas otras veces, lo que Sabina decía o cantaba era capaz de arrancarme algunas sonrisas, algo que casi nunca me pasa cuando salen Pepiño Blanco o González Pons, que por lo general solo consiguen irritarme.

No voy a glosar la valía de Sabina como músico. Quienes le detestan dicen que solo sabe hacer ripios facilones y que su voz no solo es la de un cantante mediocre, sino que en los últimos años no es ni tan siquiera algo a lo que pueda llamarse “voz”. Siempre he pensado que en ámbitos tan heterodoxos como los del pop o el rock, no hay academia que pueda pontificar sobre lo que vale y lo que no. Elvis cantaba maravillosamente, desde luego, pero Dylan no, y sin embargo su música forma parte de nosotros tanto como la de Beethoven. Es imposible danzar peor que Jagger, pero no hay otra manera de gestualizar al ritmo de Sympathy for devil. Joaquín Sabina parece ser perfectamente consciente de sus limitaciones, y aún a veces denota cierta perplejidad por la fidelidad de su masiva clientela, lo cual es un síntoma de lucidez. Y, sin embargo, soy de los que piensan que Sabina ha pasado por épocas de creatividad que le acercan a Georges Brassens. Entre otras cosas, porque tampoco éste fue un gran cantante, Brassens era Brassens, y su manera de sentir solo podía expresarse como él lo hacía. Prueben igualmente a escuchar Venecia sin ti cantado por Aznavour y Ne me quittez pas cantado por Brel, y luego escuchen esos mismos temas interpretados por otros. Algunas de las canciones más hermosas que he escuchado en lengua castellana son de Sabina. Y sus letras son casi siempre astutas, ocurrentes y enrevesadamente emotivas.

Hay mucha tontería en Sabina y en quienes permanentemente le rodean, seguro que sí… Pero yo en mis malos momentos escucho ¿Quién me ha robado el mes de abril? o Calle Melancolía con la misma intensidad con la que escucho a Loquillo en Cadillac solitario. Esto a ustedes, desde luego, no les importa, pero lo que intento decir es que cuando aceptamos a alguien como amigo durante tantos años es porque de alguna forma le queremos como es, nos da algo que no tendríamos sin él. La realidad es que Sabina tiene gracia.

Hay algo en Sabina cuando canta o cuando habla que transmite poderosamente. No me interesa demasiado cuando despotrica de los políticos o intenta hablar a favor de sus numerosos amigos y protegidos. Me interesa una cierta visión de la vida a la que su poética viene siendo fiel desde la primera vez que le vi, junto a los demás de La mandrágora, en aquel programa de García Tola, Si yo fuera presidente, una filosofía televisual ahora completamente irrepetible. Entiendo que haya a quien no le guste ese rollo supuestamente canallesco de bar de desclasados de madrugada con el que Sabina ha sabido jugar astutamente desde su emergencia en el panorama mediático. Tan solo con eso y un par de canciones oportunas solo habría sido uno más. Son los discos de después de Madrid y la dichosa calle Melancolía los que muestran que su carrera era bastante más de fondo de lo que en un principio podría suponerse, cuando solo parecía un Javier Krahe con algo menos de alcohol en sangre.

Quizá sea ingenuo tomarse literariamente en serio a quien acaso solo sea un ocurrente versificador de canciones. Uno debe leer a los grandes poetas, claro, incluso a Gamoneda, odiado por la tribu sabiniana después de alguna tontada que dijo en las vísperas de después de la muerte de Ángel González. Pero creo que para mucha gente, sobre todo gente joven, es mas fácil acercarse a Lorca o a Benedetti después de haberse divertido y emocionado con las canciones de este tío de Úbeda; más o menos lo mismo que pasó en su momento con Paco Ibáñez respecto a Blas de Otero, con Raimon respecto a Ausias March o Espriu, con Serrat respecto a Hernández y Machado… ¿Por qué no?

Pero, sobre todo, Joaquín Sabina me gusta porque tiene algo que no está al alcance de cualquiera: sus canciones muestran que ser libre es mejor que esconderse en la madriguera de la cotidianeidad -aunque uno tenga que pagar un peaje por ello-, que uno tiene que intentar pasárselo de puta madre toda su vida y decirle a la muerte cuando llegue aquello de “no estoy de acuerdo”, que es mejor besar sin remordimientos, que algunas cosas merecen que se les sea infiel, que ganar al poker con trampas también tiene su encanto… De alguna manera –una manera a veces paradójicamente triste y solitaria- las canciones de Joaquín Sabina cantan a la alegría de estar vivos.

La poesía huye, a veces, de los libros para anidar extramuros, en la calle, en el silencio, en los sueños, en la piel, en los escombros, incluso en la basura.Donde no suele cobijarse nunca es en el verbo de los subsecretarios, de los comerciantes o de los lechuguinos de televisión.

Votaré al político que me diga algo como eso.