HISTORIA
Me persigue cierto desafío lanzado por Michel Foucault en Nietzsche, la genealogía, la historia: "¿Creemos en la perennidad de los sentimientos? Pues todos, y sobre todo los que no parecen más nobles y desinteresados, tienen su historia." Me persigue igualmente -nos persigue a todos acaso sin saberlo- el grito indignado del sangriento mercenario de las guerras de religión del XVII que interpreta Michael Caine en The last valley. Cuando el sacerdote de la aldea perdida trata, una vez más, de amedrentar a las gentes recordandoles el temor de Dios y la amenaza del infierno, el capitán se revuelve furioso; "No iremos al infierno, maldito idiota, porque no hay infierno, y no hay infierno porque tampoco hay cielo... Sólo es una leyenda".

Lo que Nietzsche y otros nos han hecho descubrir es que nada se sustrae al tiempo, que todo, más en tanto que más solemnemente proclama su intemporalidad, cuaja a través de la cocción lenta de la historia. Creemos que el cuerpo está determinado por puras leyes fisiológicas, pero es la impureza de los azares, devenires y vaivenes de la experiencia -una experiencia de milenios- la que lo ha ido construyendo. Bien lo sabían los estoicos y otros sectarios de la Grecia helenística, empeñados en enseñar el cuidado de sí a través de la higiene, el placer erótico o la disciplina, capaces en definitiva de asumir que el cuerpo era un libro sobre cuyas páginas había que escribir largamente. Esa omnipresencia del devenir vale para todo, para la propia identidad, para los sentimientos -cuyo mapa tan presuntamente privado e irracional se forja en la cultura a través de los siglos- para las creencias, para las instituciones...
Pero nos cuesta asumirlo, por lo visto. Ví esto muchas veces en la pequeña localidad donde ejercí mi profesión durante casi una década: forasteros insolentes, llegamos a un escenario en el que somos completamente nuevos y creemos conocerlo y dominarlo a los dos días, confundiendo la aparente complicidad con que se nos recibe -complicidad que asociamos equivocadamente con blandura-. No advertimos la profundidad de los lazos que han ido otorgando su misteriosa densidad a la red de relaciones, de equilibrios y contrapesos que conforman el paisaje. Este se muestra a primera vista casi vacío y transparente, como abriéndose indolente a nuestra decidida condición de conquistadores. No interpretamos adecuadamente la sonrisa tenue o la mirada sutil de unos ojos que se ocultan tras la penumbra de una cortina. El calor y el frío, los olores, el valor de las exclamaciones, el misterioso respeto con que un hombre sobrio escucha las bravuconadas de otro que anda borracho... todo tiene su historia, todo está configurado a partir de un pasado a veces glorioso, a veces mísero. Quizá en su origen nada fuera puro. Pero las solidaridades y los odios contenidos que hechizan secretamente el escenario con sus alianzas y erotismos o con sus venganzas eternamente aplazadas... todo eso se inició en el pasado en situaciones de peligro, en momentos en que la amenaza o el dolor provocó insospechadas emociones compartidas.
Todo está cargado de pasado. Ha de estarlo, porque si no, no merece la pena. Solo paseo con respeto religioso por los barrios antiguos de la ciudad. No puedo concebir que alguien acuda entusiasta a tomar copas a un local hermoso, nuevo y aséptico como un hospital privado en m

edio de una de esas tierras de nadie prefabricadas que extienden el radio de los núcleos urbanos y pretenden crear
zonas de moda. Es el espesor del tiempo el que cae sobre mí cuando deambulo por la zona vieja, a riesgo de que una cornisa podrida se desplome sobre mi cabeza. Experimento la misma sensación -dolorosamente- cuando descubro en medio del campo una de esas viejas casas solariegas abandonadas cuyos muros aún aguantan a duras penas las tempestades. Al fondo de una pared aún en pie, una ventana con los restos de algún adorno, signo inquietante de que hubo alguien allá dentro con las mismas esperanzas que yo, con la misma capacidad para alegrarse por un nuevo día. ¿Cuántos hijos tuvieron aquel hombre y aquella mujer que habitaron la casa? ¿Cómo pasaron la noche en vela cuando llegaron los bandidos o los alguaciles? ¿Qué pasó con el mundo que levantaron? Sólo un bárbaro ignora que sus almas aún vagabundean por los campos y las estancias deshabitadas. Como los fantasmas de los castillos escoceses, debemos acostumbrarnos a su compañía, no nos aterran por ser extraños, sino porque su presencia en nuestros sueños es prueba de lo semejantes que son a nosotros los vivos.

Como en aquella película tan enigmática de Orson Welles, Mr Arkadin, si solo sabemos lo que se nos revela en la primera escena, que hay una avioneta sin nadie dentro surcando el aire y a punto de empezar a pegar vueltas y estrellarse, no entendemos absolutamente nada de la vida. si no atendemos respetuosamente al relato de lo sucedido, no seremos más que unos simios que, con sus ordenadores, sus automóviles y sus televisiones de plasma solo serán pese a todo dignos de volver a los árboles. Así, dudamos presuntuosamente de las fidelidades de nuestro vecino, quizá porque ni siquiera acertamos al decidir cuáles son. Confundimos el sentido de las miradas y los gestos, pero sobre todo confundimos las palabras. No entendemos la historia que tienen detrás. Hay quienes presumen de saber por qué estoy con mis amigos y mis amantes o qué es lo que me hace sonreír por las mañanas.

He aprendido a marcar los tiempos de la única manera que me permite encontrarle un sentido a la vida. Miro al nuevo con extrema desconfianza porque ya he sido abandonado muchas veces. Mis pocos allegados no imaginan lo poco que me gustaron al principio, no imaginan lo poco que, probablemente, seguirían gustándome de no ser porque ya forman parte de mí. En un episodio de
House, el Doctor Wilson recuerda "lo que dice la gente, que uno no elige a su familia pero sí a los amigos... pero empiezo a creer que tampoco elige a los amigos". Hay un momento en mi relación con alguien, más tardío que temprano, en que de pronto entiendo que esa persona ya, de alguna manera, me pertenece. Ese es el momento en que su pérdida empieza a ser el mayor de mis temores. Insignificante como creíste ser durante años, de pronto te sorprendes de que te diga lo que Ayax dice a Aquiles al desembarcar en Troya: "Es un honor luchar a tu lado". Pero nada está más lejos de mi vida amorosa que la experiencia del flechazo... valiente estupidez.

No hay vida eterna, no hará falta que evitemos correr hacia la luz porque no hay luz tras el último suspiro. Por eso solo somos tiempo, historia sin "ardid de Dios", como copos de nieve que caen poco a poco todos nos precipitamos hacia el final por un camino inexorable. ¿Su sentido? No lo tiene. Solo sé que vas a quedarte también esta noche. Y el Viejo Padre, como decían los guerreros vikingos, sigue haciendo girar la débil madeja de nuestras vidas.