LA CLASE
La clase es una película excelente. Corresponde a la versión cinematográfica de una obra literaria exitosa que desconozco, pero no me cabe duda de que el film debe ser visto. A quienes conocemos el mundo de la escuela nos suena todo a tremendamente cercano. El mismo aspecto de instituto de suburbio, unos cuantos inmigrantes africanos menos y unos cuantos hispanoamericanos o eslavos más, el mismo profesor que entra gritando desesperado "no puedo con estos, no merece la pena" en la sala de profesores, las mismas lágrimas de alguien que se siente perseguido, la misma extraña pasión por conseguir un orden civilizatorio -un paisaje ético- en un aula llena de jóvenes que arrastran mochilas cargadas de indiferencia y aburrimiento, la misma extraña fascinación por tratar con personas que no tienen ni la más remota idea de qué deben hacer con sus vidas... Nada nuevo para mí. Pero creo que quienes son ajenos a ese mundo pueden entenderlo mejor viendo La clase. Al contrario de films tan conocidos del tipo Rebelión en las aulas, Mentes peligrosas o El club de los poetas muertos, lo que aquí van a descubrir ustedes es que no hay dos tipos de profesionales de la docencia: los héroes que primero doman a sus alumnos convirtiéndoles en angelitos y luego tienen que enfrentarse al mundo entero para defenderlos, y, por otro lado, los cabrones tiránicos y autoritarios que solo saben castigar y reprimir. Ni siquiera el director del centro, encargado de llevar a cabo procedimientos sancionadores -a veces tan dramáticos que pueden suponer expulsión del centro y, de rebote, expulsión del país para extranjeros sin papeles- puede pasar como malo de la historia. En cuanto al profesor protagonista, me atrevo a decir que es un hombre bueno, pero lo que desencadena los acontecimientos en el film es, ciertamente, una debilidad, un momento de desesperación en que, tras una conducta vil y desleal de dos de sus alumnas, les acusa en público de "reíros como rameras".
Conozco esta historia sobradamente. La primera vez que vi a un padre de alumno agredir a un profesor fue precisamente al que tenía la mayor nobleza, generosidad y dedicación que yo he conocido. Curiosamente, quienes -que también los hay entre nosotros, aunque les aseguro que no son mayoría- viven su profesión como un ejercicio de astuto escaqueo, suelen arreglárselas siempre para estar a cubierto en cuanto empiezan a llover las piedras.
Si este film ha dejado en mí una huella indeleble es, no obstante, por una escena en los segundos finales que probablemente pueda pasar desapercibida y que me a mí me parece que, ocultamente, contiene las verdaderas claves de inteligibilidad de lo que se nos narra. Durante toda la película, el profesor tiene que lidiar con varios alumnos conflictivos, pero en especial con un africano -Souleymane- que se sienta al final del aula y que se niega sistemáticamente a seguir el ritmo académico. Souleymane -catalogable como "lider negativo"- no es exactamente odioso, en todo caso rebelde, pero es capaz de exhibir actitudes y ofrecer respuestas verdaderamente sugerentes a las situaciones en las que el profesor le intenta dar protagonismo. Al final, por un incidente violento, el profesor lo expulsa del aula, lo cual desencadena todo el conflicto con el grupo que atraviesa la segunda parte del film. El final del film coincide con el final del curso. El profesor despide a sus alumnos, feliz por haber cumplido su trabajo aunque con la pesadumbre por su papel en la expulsión del chico africano. "Espero que hayáis aprendido muchas cosas y que el curso haya sido de provecho para vosotros."
Cuando todos abandonan el aula, una alumna se acerca al profesor. No sabemos su nombre, no nos habíamos fijado en ella, hasta ahora solo había hecho de fondo de escena en las apariciones estelares de Khoumba, Esmeralda o Souleymane. No es conflictiva, nadie se ha preocupado de darle protagonismo durante el curso... Habla respetuosamente y en voz baja, no lleva piercings ni banderas de orgullo africano, no es especialmente guapa ni fea:
-"Profesor, yo no he entendido nada, no he aprovechado el curso, no sé porque estoy aquí. El curso que viene no me matricularé. No le veo sentido a nada de lo que hago aquí."
François queda perplejo, le contesta con tópicos, "qué tontería", "sí lo has aprovechado", "piensátelo mejor", pero hay una irreparable incomprensión en él respecto a lo que la chica le está diciendo. No puede concebir que alguien no le vea sentido a estar en la escuela. No es conflictiva, no se dejaba notar, es educada... Y resulta que es precisamente esa persona insignificante para el espectador la que plantea el único interrogante realmente profundo y revolucionario del film. ¿Para qué sirve la escuela? ¿Por qué estamos aquí?
Algunos profesores, y en especial algunos pedagogos se equivocan. Insisten en darle un enorme valor a cierto tipo de alumno conflictivo. Ese tipo de alumno llega a provocar reuniones del equipo educativo. Como un héroe trágico, sus compañeros esperan a saber si va a ser expulsado, si "le van a hacer algo", si "vamos a montarla como le echen", si "a ver la que monta hoy en el aula", si "ha quedado con no sé quien para pegarse a la salida"... Ese tipo de personaje suscita todo tipo de debates. Hay maestros que exhiben su rencor y exigen que se le sancione -les aseguro que hay alumnos que no merecen otra cosa y que gozan sádicamente cuando hacen llorar a una joven profesora-; hay otros que esperan a esas situaciones para hacer valer su talento como pedagogos y explican que la solución no es excluir sino integrar, no enviar a la gente a la calle sino crear programas de socialización...
Con frecuencia, ante este tipo de situaciones, me asalta una duda. El alumno disruptivo se ha convertido en una especie de caballo de batalla, de una manera u otra, es una estrella dentro de la escuela. ¿No estamos haciendo con él lo mismo pero al revés que con los estudiantes brillantes? Con frecuencia, el lider negativo al que pretendemos redimir dispone de la suficiencia para encontrar los resortes que le permitan andar por la vida en el futuro sin grandes apuros. Hay un tipo de alumno medio y anónimo que sí queda indefenso, pero que no suscita reuniones de padres ni de profesores ni de pedagogos. Ese alumno, a los ojos adultos, solo llena una silla, solo hace de fondo a la escena de los que son verdadero objeto de nuestro interés. Quizá ese sea el alumno que verdaderamente nos necesita, pero lo ignoramos y, cuando nos relata su angustia, no le hacemos caso: "tonto, vete a jugar al futbol que me ya me he quemado bastante con tus compañeros conflictivos", parece que le contestamos.
No son Suleymane ni Khoumba ni Esmeralda los protagonistas de La clase, es esa alumna cuyo nombre no recuerdo quien verdaderamente revela la verdad oculta de este hermoso film.
La clase se inscribe dentro de una tradición reciente de cine francés que ha tenido el buen sentido de dirigirse al mundo de la escuela sin apriorismos facilones ni espectacularismo morboso. Ser y tener, documental de Nicolas Philibert, trata los problemas de una pequeña escuela rural donde un mismo maestro tiene que atender las necesidades de todos los críos de primaria, con distintas edades. El paisaje afectivo que se crea entre él y sus niños deja en ridículo todo esa odiosa retórica y tecnocrática con la que políticos y pedagogos se refieren a la escuela, olvidándose de que la enseñanza es algo que sucede entre seres humanos y que las relaciones entre material sensible como somos los humanos se escapan entre los dedos, más allá de discursos académicos y programas políticos. En Hoy empieza todo, del magnífico Bertrand Tavernier se nos muestra cómo tiene que lidiar un maestro de los suburbios de una capital francesa con concejales e inspectores para conseguir una escuela digna donde trabajar en condiciones. Bellísimo film. En los últimos tiempos, me impactó La escurridiza, o cómo evitar el amor, de Abdellatif Keniche, que reincide sobre el eje adolescentes-escuela-banlieue, con la problemática del inicio a la pareja y el sexo como transfondo.
No obstante, yo diría que el verdadero centro espiritual de toda esta loable preocupación de los franceses por la escuela de la Republique se encuentra en el premiadísimo e imprescindible ensayo Mal de escuela, de Daniel Pennac. Pennac declara haber sido un "zoquete" vocacional... Esa catalogación, tan característica de la escuela tradicional, atraviesa toda su vida, no solo su vida escolar. ¿Quién salva a un zoquete del absoluto fracaso al que está abocado? Esa pregunta es clave en la biografía del autor, dado que el libro tiene mucho de biográfico. Pero hay algo que me atrae todavía más. Pennac juega de principio a fin con una afirmación recurrente en el gremio docente: "...Pero yo no estoy preparado para ello". ¿Y qué es ese ello? Ello es en realidad el misterio de esa relación entre personas tan dispares con la que me topo cada mañana en el aula. Ese ello para el que no me han preparado -ni a mí nadie- es el gran misterio de la materia prima tan sutil, tan llena de ángulos, tan refractaria a veces con la que me encontraré mañana otra vez cuando entre por la puerta del Instituto.
10 comments:
"Ese tipo de personaje suscita todo tipo de debates. Hay maestros que exhiben su rencor y exigen que se le sancione -les aseguro que hay alumnos que no merecen otra cosa y que gozan sádicamente cuando hacen llorar a una joven profesora-; hay otros que esperan a esas situaciones para hacer valer su talento como pedagogos y explican que la solución no es excluir sino integrar, no enviar a la gente a la calle sino crear programas de socialización..."
Si no hubiera empleado esas mismas palabras (excluir/integrar) hace una semana en una sesión en la que estuviste presente quizá hubiera podido evitar sentirme aludida en algunas de las cosas que has dicho... Si bien estoy de acuerdo con prácticamente todo el texto de tu post, hay una aparente dicotomía en tu descripción en cuanto a la reacción entre los miembros del claustro ante alumnos conflictivos que me llena de desazón. Por un lado están los profesores/maestros tirando a rencorosos. Por otro, los profesores/maestros tirando a pedagogos. Los primeros propugnan expulsiones, los segundos integración y programas socializadores. Y ambas posturas parecen incorrectas. Si es sólo esto último lo que quieres decir, estoy de acuerdo. Pero no estoy de acuerdo en que esa clasificación sea exhaustiva, ni tampoco en que ambas medidas sean exclusivas de cada uno de los grupos. Para empezar, creo que es fácil argumentar que todos los profesores/maestros, los más y menos rencorosos, los más y menos partidarios de expulsar, los más y menos partidarios de integrar, somos, de hecho, pedagogos. En muchos textos me encuentro la palabra "pedagogo" usada para referirse al profesor/maestro “blando”, más preocupado por el buenrollismo que por educar, y por la integración indulgente que por los contenidos y las normas. No me parece justo. Tan pedagogo es el que expulsa del aula como el que se queda una hora más “castigado” él mismo con un alumno. Después está la cuestión de qué hacer con un alumno conflictivo en concreto, de cuál es la medida pedagógica adecuada en cada ocasión, y esta pregunta no puede anticipar la respuesta al margen del caso concreto y de cuál sea la efectividad esperable con respecto a lo que queremos conseguir de un alumno conflictivo. Ni tampoco del tipo de profesor/maestro que debe decidir. A algunos alumnos la expulsión les parece de hecho un castigo, y si se la merecen y eso va a contribuir a que se corrijan, entonces hay que expulsarles. A algunos alumnos la expulsión no se la toman como un castigo, les viene como unas vacaciones extra, no les va a servir para corregirse y encima se van a pasear chuleando entre sus compañeros a la salida de las clases porque se han levantado a las 12 y se han pasado la mañana en la calle o viendo la tele. Cuando estos también se merecen un castigo hay que castigarles; esto es, hay que ponerles donde sí van a sentirse castigados, también con el propósito de que se corrijan. Otra cosa sería maleducarles a ellos y perder el tiempo nosotros. Perdona que sea tan taxativa; estoy harta de las etiquetas en ese tipo de debates, y de que los profesores carezcamos de autonomía real para desempeñar nuestro trabajo. Yo creo profundamente en la perfectibilidad del ser humano, también de mis alumnos. Y eso quizá a ojos de muchos me pone más en el lado de los “profesores/maestros tirando a pedagogos”, mi objetivo al final sí es integrar porque creo en la función socializadora de la educación; o más bien, creo que la mala educación dificulta, y a veces impide, la socialización. Pero se engaña quien piense que eso me hace más “blanda”, o que no le doy valor a las normas, o que voy por el instituto con miedo a traumatizar a un alumno si le echo una bronca. Mi ideal pedagógico, y eso me deja fuera de tus dos categorías de profesor/maestro, es hacer lo necesario en cada caso para conseguir lo que en cada caso sea lo importante; y luego todo lo demás. Y estando de acuerdo en este aristotelismo pedagógico, determinar “lo importante en cada caso” es quizá la cuestión más intrincada. Como tú bien dices, la realidad humana en cada aula es de una disparidad desconcertante y de una sutilísima riqueza. En eso sí estoy de acuerdo, y me alegra saber que hay profesores/maestros como tú que son sensibles a los matices de ese paisaje humano que ocupa los pupitres.
Gracias, Marta, en primer lugar por leer y en segundo por postear tan larga y certeramente. Mi intención es, en primer lugar, suscitar una reflexión propiciada por un film que se debe ver.
No sé muy bien en qué puedo discrepar. No pretendo que la clasificación sea exhaustiva. (Pienso sobre todo en una polémica surgida hace una o dos semanas en El País sobre la falta de formación pedagógica de los profesores actuales en España). No nos define a todos, en realidad no define a casi ninguno. Y desde luego no he pensado concretamente en ti para situarte en uno de esos lados, si bien sí es cierto que pienso en mi experiencia como profesor, y ya van quince años. En ocasiones soy acusado de una cosa y en ocasiones de lo contrario. Me preocupa esa profesora que sale de clase llorando y luego se traga sus lágrimas, se avergüenza y esconde su frustración. Me preocupa Suleyman porque es un alumno con el que desearía tratar, aunque no estoy seguro de que no terminaría perdiendo los nervios con él y expulsándolo en una situación como la que narra la película.
Pero lo que sobre todo me ha llamado la atención de esta historia es ese personaje tan anónimo que al final revela al profesor la más profunda de las frustraciones. En ella nadie había pensado, nadie se siento dolido por no haberle sabido ayudar, nadie se siente interrogado por su fracaso.
En una ocasión viví un conflicto similar al de François con un grupo de alumnos. Un día vino una alumna y me dijo que me apreciaba y me respetaba. No puedo expresar con palabras el valor que aquello tuvo en aquel momento.Y fue la alumna que menos debates suscitó, aquella sobre la que nadie se detenía, aquella de la que nunca me preocupé.
La clasificación que hago es probablemente demagógica, tienes razón en que ahí caigo en un exceso. La escuela tiene una obligación con Suleyman, pero también la tiene -la tenemos- con aquellos que callan y no se convierten en el centro de nuestros debates. No te considero representativa del buenrrollismo ni de la blandura.Si piensas que me refiero concretamente a ti con eso es que no sabes lo que pienso de ti.
Yo también me sirvo con frecuencia de términos como excluir e integrar. Al contrario que la mayoría de mis compañeros yo fui un zoquete -como diría Pennac-, un auténtico desastre. Suspendía asignaturas por medias docenas, hacía novillos, me pegaba con casi todo el mundo y detestaba a casi todos mis profesores.
El año pasado hubo en el instituto un compañero que me hizo sentir que ya no era yo el único zoquete que había pasado del bando de los niños frikis e impresentables al de los tipos odiosos que se suben a la tarima y sueltan rollos. No puedes imaginar hasta qué punto lo importante que fue que, de pronto, alguien con agallas y paciencia me sacara del lodazal de la zoquetería.
Y sí, es preciso creer en la perfectibilidad de nuestros alumnos, sin ello estamos muertos.
pdta: Es curioso. Por primera vez alguien cree que le acuso de -indulgencia y blandura-, eso de lo que a mí -y en mi caso puede que con razón- me han acusado docenas de veces. Creo que envejezco.
Recuerdo que al historiador Eric Hobsbawm, cuando era un joven profesor universitario, un colega más veterano le hizo una recomendación muy interesante que, parece ser, a él también se le quedó grabada: "Aquellos por los que estás aquí no son estudiantes tan brillantes como tú. Son estudiantes mediocres con mentes faltas de imaginación que se licencian sin pena ni gloria con un aprobado justito y cuyos exámenes dicen todos las mismas cosas. Los que son realmente buenos pueden cuidar de sí mismos, aunque disfrutarás enseñándoles. Pero son los otros los que de verdad te necesitan."
Creo que esto, evidentemente, es aplicable a la escuela, pero también a todos los órdenes de la sociedad. He conocido a chavales que se dedicaban a copiar con técnicas muy sofisticadas, dignas de una película de espías. Esos chicos ya tienen herramientas para enfrentarse a la vida, peores o mejores, más o menos éticas, pero las tienen.
Por eso creo, David, que vuelves dar en el clavo. Son todas esas personas calladas o silenciadas, esas que nunca aparecen, a las que nadie nombra, que pasan sin llamar la atención, sin pena ni gloria por la vida, por la historia; son esas personas, como decía, las que más deberían interesarnos, por las que más esfuerzos deberíamos hacer. Y posiblemente también sean las que más se lo merecen.
Tan solo gracias por estar, Alejandro. Andas últimamente omnipresente en el entorno serniano. ¿Para cuando tu libro o tu blog?
"Es mejor estar callado y parecer tonto, que hablar y despejar la duda para siempre"...
no recuerdo de quién es la frase, en cualquier caso no me parece del todo desacertada.
Alejandro, sin negarte que la discrección es una cualidad poco valorada y que tiende a minimizar la valía del portador de la misma, si que me atrevería a afirmar que la inmensa mayoría de esos chicos que pasan por la vida "sin pena ni gloria" (cuanto de despectivo hay en esa frase), sin hacer ruido, y sin que nadie recuerde su nombre, son poseedores de una riqueza interior que, muy probablemente, los convierta en adultos serenos, equilibrados, conocedores de si mismos, dispuestos a escuchar a los demás y sabedores de que nuestras voces son el reflejo más directo de nuestro interior, por lo que si pretendemos que ambos se ajusten, es imprescindible reflexionar unos instantes antes de balbucear pensamientos que quizás no nos pertenezcan...
un saludo.
David esto puede que te interese:
http://valenciaambgaza.files.wordpress.com/2009/01/cartel_gaza_def1.jpg
No sé, Imperfecto, o me he explicado muy mal o tú no has entendido nada de lo que quería decir.
Con independencia de eso, sí me gustaría hacerte notar, Imperfecto, algunas cosas acerca de las afirmaciones que realizas en tu última intervención.
Al principio de la misma, Imperfecto, dices: “sin negarte que la discreción es una cualidad poco valorada y que tiende a minimizar la valía del portador de la misma”. No sé que me tienes que negar, pues en ningún momento he hablado de discreción alguna ni he minimizado la valía de quienes poseen esa cualidad.
Y añades: “me atrevería a afirmar que la inmensa mayoría de esos chicos que pasan por la vida "sin pena ni gloria" (cuanto de despectivo hay en esa frase)…”. Bueno, date cuenta que eres tú el que le das un sentido despectivo a la frase, pues pasar “sin pena ni gloria” significa hacerlo sin brillantez, ni muy mal ni muy bien.
Un poquito más abajo, refiriéndote a estos chicos callados (yo hablo de personas “calladas o silenciadas”) continúas: “… me atrevería a afirmar que (…) son poseedores de una riqueza interior que, muy probablemente, los convierta en adultos serenos, equilibrados, conocedores de si mismos…”. Sin duda, Imperfecto, es una afirmación muy atrevida, pues es tan válida para los chicos callados como para los parlanchines. Que yo sepa, ser más o menos reservado no otorga necesariamente serenidad ni equilibrio.
Por último, Imperfecto, comentarte que tus últimas palabras (“es imprescindible reflexionar unos instantes antes de balbucear pensamientos que quizás no nos pertenezcan...”) me parecen una verdadera impertinencia.
Y haciendo uso de esa discreción, de esa moderación y mesura que tanto alabas pero no practicas, me detendré aquí.
Un saludo.
agradecido quedo de su condescendencia.
un saludo, amigo.
El otro día un alumno, habitualmente dedicado a otros menesteres que no son los planteados por el profesor, se sintió de pronto muy interesado por una frase que dije en clase: “suelen ser más infelices los que más estudian”. Creyó ver justificada por una autoridad de presunto prestigio una idea que muchos tienen profundamente interiorizada: estudiar solo trae quebraderos de cabeza, la felicidad reside en otras instancias que, como dijo David en cierta ocasión, se desarrollan más allá de las ventanas del aula. Por supuesto mi intención era ridiculizar la felicidad del idiota pero, echando un vistazo a la clase solo pude ver una persona, la que habitualmente saca las mejores notas, que asentía disimuladamente a mis palabras. Desgraciadamente yo no tengo alumnos callados que me sorprenden un día diciéndome que no han aprendido nada, los tengo que me repiten con insistencia, que no oculta las ganas de fastidiar, que les aburre mi asignatura, que es un rollo y que, por ellos, se pueden ir perfectamente al diablo los inmigrantes y los individuos de piel algo más oscura que se mueren de hambre.
Si esto me molesta no es porque arroje la responsabilidad a quienes han tenido en sus manos a estos simpáticos muchachos sino porque, como dice Pennac, siento que soy culpable de no saber comunicarles cosas que considero de verdad importantes. Dejando aparte mi propia incapacidad plantearía si no serán ciertas aquellas palabras del gran escritor austriaco Thomas Bernhard: “la escuela no significa nada….enviamos a nuestros hijos a la escuela para que se vuelvan tan repulsivos como los adultos que encontramos a diario en la calle”. El planteamiento que hace Marta es, sin duda, el más apremiante para el que siendo un zoquete, debe ser problema de familia, se ve de pronto subido en una tarima ante un auditorio que le mira con escepticismo. Sin embargo quisiera darle otra perspectiva a la cuestión.
¿Qué estamos haciendo realmente? Engañándome un poco a mi mismo me gusta pensar que estoy enseñando a gente, todavía no preparada para asumir responsabilidades, que la libertad hay que ir conquistándola, que la sociedad es injusta y que es preciso cambiarla. Desde hace tiempo tengo la seria sospecha de que tal labor no solo es inútil sino que contribuyo a todo lo contrario, sirvo a una institución que está en la base de la creación de individuos dóciles y acríticos. Recordando las tesis de Foucault diría que, tal y como está planteado el sistema educativo, los papeles que adoptan profesores y alumnos reflejan las estrategias que el poder despliega en cualquier ámbito para hacer posible una sociedad basada en una autoridad que cercena la libertad. Como diría David, una autoridad que domestica. Te plantearía si no es verdad que estamos llevando a cabo una domesticación decisiva de la capacidad de desear una forma de vida ajena a la que las formas de capitalismo liberal y globalizado permiten.
No sé si soy capaz de contestar a una pregunta de tan hondo calado político, correspondiente por cierto a un análisis consistente aunque, a mi entender, más cargado de fatalismo de lo que soy capaz de aceptar sin que mis esfuerzos cotidianos se vuelvan irrespirables. No obstante, sí me gustaría plantear un asunto sobre el que, para mi sorpresa, raramente se habla: el confinamiento. Creemos que cuando, de vez en cuando, algún alumno dice tener la sensación de vivir en una prisión, está en realidad exhibiendo un irresponsable derecho a la queja:"con lo bien que los tratamos", "pero si los terminamos aprobando con un par de horas de estudio", "si luego nunca los expulsamos más que cuando le arrancan la cabeza a alguien en el patio...". Pero no es ese el problema, los alumnos no nos perciben como carceleros sádicos, nos perciben como amos de llaves. Durante siete horas diarias deambulan por un centro de aula en aula, sin derecho a salir, sin más opción que la de saltar la valla para encontrarse con el mundo real, el de las calles, ese al que tanto tememos enviarlos. No educamos para que no estén en la calle, educamos para ayudarles a defenderse en ella. Neurótica obediencia de padre guardián, nos negamos a abrirles las puertas, verdadero respiradero de los antiguos centros de enseñanza media, que sí eran "libres" y "voluntarios" en todo el sentido de la expresión, pues uno entraba y salía cuando su libre albedrío se lo daba a entender. Elusión de las responsabilidades, incapacidad para tomar sus propias decisiones y arrostrar las consecuencias: eso es lo que verdaderamente estamos enseñándoles. Y mientras nos preocupamos por no ejercer de autoritarios y represivos, no entendiendo que el verdadero problema no está en que maltratemos, tiranicemos o castiguemos a nuestros hijos y alumnos... El verdadero problema está en otro lado, el problema es que hemos convertido la escuela en una especie de recinto de concentración y observación, un poco zoológico, un poco sanatorio psiquiátrico, un poco cárcel, un poco guardería... Y el lunes, yo, como un idiota iluso a explicarles que según Kant el hombre debe atreverse a ser libre y a salir de su culpable minoría de edad. Qué risa.
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