Saturday, June 02, 2012






POLÍTICA Y DEPORTE

Es interminable la lista de intentos -habitualmente exitosos- de reapropiarse de las glorias deportivas por parte de los políticos. Me pregunto si no es una ingenuidad seguir manejando ambos conceptos como si fueran perfectamente distinguibles, como si no tuviera nada de política esa imagen del graderío enfervorizado cantando el himno a coro con los futbolistas de la selección de turno, como si fuera políticamente intrascendente aquella imagen de Carles Puyol mostrando al palco su brazalete con la cuatribarrada después de marcar para el Barça en el Bernabeu, como si no fuera político el proyecto de candidatura a organizar los Juegos Olímpicos de una gran capital...En realidad, todo es político, o, para ser más exacto, todo es susceptible de terminar siéndolo.

No hay nada de político, es cierto, en el grupo de niños que corretean en medio de un solar abandonado, aunque un partido de fútbol entre críos -sé muy bien de qué hablo- tenga mucho de ritual y administre toda suerte de valores, hasta el punto de convertirse en un acto civilizatorio de incalculable potencial. Pero yo no hablo de esto, hablo, por ejemplo, de cómo se entrelaza la gestión de los clubs de fútbol con las instituciones. Cuando un ayuntamiento recalifica un terreno para facilitar que el club más representativo de la ciudad pueda vender la parcela de su viejo estadio y construir uno nuevo, ¿de verdad creemos que sólo se trata de "deporte" o, en todo caso, de simple "gestión económica"? Cuando sus petulantes gestores endeudan a un club de forma irresponsable y desaforada con fichajes delirantes -y sus correspondiente retahíla de comisionistas- ¿ignoramos que no intuyen al final del camino, cuando haya que pagar o extinguirse, que ahí estarán los poderes públicos para hacernos cargar a todos con las consecuencias de todas sus golfadas?

En cuanto a ese depósito tan inflamable de los emblemas que simbolizan la identidad -como himnos, banderas, escudos o camisetas-, nada me parece más adánico que creer que los sentimientos y los ceremoniales de los que son protagonistas quedan en pura rutina protocolaria, como si fueran intrascendentes, como si no cargaran profundamente de sentido político las celebraciones. No tengo ninguna duda de que el fútbol no es más que un divertimento ligero, pero les aseguro que no tuvo nada de banal aquella imagen en que el capitán de la selección de Francia, Patrice Evra, de origen subsahariano como tantos de sus compañeros de equipo, derramaba una lágrima mientras sonaba La Marsellesa a punto de empezar un partido contra México en el Mundial de Sudáfrica. En esa lágrima está contenida la frustración y la esperanza de varias generaciones de inmigrantes que sueñan desde hace muchísimo con ser reconocidos como ciudadanos de la Republique de pleno derecho. Y no hay más que imaginar la reacción del electorado lepenista ante esa lágrima tan simbólica. No, señores, no es sólo deporte. 

Pero la impregnación política de los acontecimientos deportivos es por lo general mucho menos inocente que la emoción de unos futbolistas que se abrazan mirando al cielo mientras suena el himno de la nación a la que pertenecen, o a la que sueñan con pertenecer. No me olvidaré nunca de la inmensa sonrisa con la que el dictador argentino Videla estrechaba la mano de Passarella, capitán del combinado albiceleste, tras recibir la copa del Mundial 78. A pocos metros de aquel estadio, los esbirros del régimen torturaban atrozmente a los disidentes, de tal manera que los goles de Kempes -pobrecillo- fueron recibidos como un golpe de legitimidad para aquel gobierno de asesinos. Podríamos hablar de cuánto hizo el franquismo por convertir al Real Madrid en el mejor embajador de la nación con sus triunfos en la Copa de Europa, de ahí que no extrañe la cara de contrariedad del dictador la tarde en que hubo de entregar la Copa del Generalísimo (es decir, la suya) a Quimet Rifé, capitán del Barcelona, que acababa de ganársela precisamente al Real. O cómo Roosvelt volvió loco a Joe Louis y Hitler a Schmelling con ocasión de un combate de boxeo que fue convertido en metáfora de la guerra entre democracia y fascismo que estaba cerca de estallar. O, tal y como refleja la novela de John Carlin Invictus, adaptada por Clint Eastwood al cine, aquel episodio del mundial de rugby de Sudáfrica que Mandela aprovechó para unir a todos los ciudadanos del país, blancos y negros, para animar a los Springboks, sobrenombre que recibe la selección nacional, considerada por la tradición como un símbolo de la hegemonía blanca en el país. O aquella carrera de la Olimpiada de Munich que estaba destinada a ser ganada por un ario, y que terminó llevándose un negro llamado Jesse Owen, con la consiguiente cara de fastidio de Hitler. O Zaplana y Barberá abrazándose alborazados sobre la tribuna exterior de Mestalla, jaleados por la hinchada después de una goleada del Valencia al Madrid... Inútil continuar, la lista sería interminable.

En los últimos días, con ocasión de la final de Copa entre Barça y Athletic de Bilbao, hemos vivido un episodio más de toda historia por lo común tan poco edificante: la Presidenta de Madrid, Esperanza Aguirre, reclamó que el acontecimiento fuera suspendido en el caso de que, como se había anunciado, y como ya había sucedido cuatro años antes con idénticos participantes, la entrada en el palco del Monarca -en este caso del Príncipe Felipe- y la interpretación del himno nacional desatara una tormenta de pitos. Es posible que la Presidenta esté enloqueciendo a la carrera, lo cual explica la frecuencia con que se entrega a una impúdica demagogia, pero no es tan estúpida como para creer que su demanda tenía la más mínima posibilidad de ser atendida. Eso sí, caería  muy bien entre sus parroquianos, y ella lo sabía, por eso dijo lo que dijo.

No voy a entrar en los estilos de respeto que desde Madrid -especialmente desde la derecha- se suelen emplear respecto a los signos identitarios de los nacionalismos no españolistas del Estado. No hay manera de hacer entender a muchísima gente en este país que muchos de sus conciudadanos están legítimamente inclinados a no identificarse con la condición de españoles, de igual manera que a muchos a los que a lo mejor no les perturba en lo más mínimo tal condición, les insulta sin embargo la existencia de la institución monárquica. No es educado silbar ni al Príncipe ni al himno, yo no pienso hacerlo nunca, por más que en los estadios se ha silbado siempre. Pero lo que me parece mucho más preocupante que la mala educación de los miles de aficionados del Athletic o del Barça es la incapacidad de muchos españoles para entender -aún a estas alturas, casi cuarenta años después de muerto el Dictador- que hay una cosa que se llama libertad de expresión, y que lo que distingue precisamente a la Constitución es que tolera incluso a quienes no están de acuerdo con ella, también en los casos en los que lo expresan sin respeto a las más elementales normas de la cortesía.

Y sin dejar de censurar la labor de pirómana de la señora Aguirre, quien ayudó lo suyo a que la pitada fuera más intensa, tampoco estaría mal que quienes se quedaron bien a gusto pitando se preguntaran cómo les sentaría que los millones de personas que no piensan como ellos se mofaran cuando suena Els segadors o se interpreta un aurresku. No creo demasiado en himnos ni banderas. Como dijo Paco Ibáñez traduciendo a Brassens, "la música militar nunca me supo levantar". Por eso, si expreso escepticismo respecto a ciertos signos de la identidad colectiva, no pienso hacerlo en nombre de otros que supuestamente me representen mejor y sean más míos.

No es verdad que el deporte sea solo deporte. No es verdad que haya que separar política y deporte porque, a ciertos niveles al menos, el deporte está ya de manera indistinguible impregnado de política. Lo inteligente no es negar esta evidencia, sino resistirse a zafios intentos de manipulación como el de Aguirre en los últimos días.

Por cierto, ganó el Barça. Y ya se sabe que es "mès que un club". Otro día les explico lo que significa eso.




4 comments:

Anonymous said...

Alguien se quejaba de la modesta exhibición del Día de las Fuerzas Armadas (talvez temía que los marroquíes nos invadieran como ha hecho la señora argentina), y dije que menos gastamos en el día delreino de Navarra, en la Marca Catalana o el reino de Valencia, más antiguos que la inventada España, ya dividida en partes durantre el imperio romano.
Me espetaron que hacía muchos años y hoy para respetarnos hemos de ser muchos. Alegué que sus familias eran más antiguas todavía y seguro que no les preocupaba para defenderla que hubiera muchos a su favor.
Supe más tarde que luego de irme la señora grda del grupo que me miraba torvamente liberó sus instintos entre adláteres y plañía sin descanso la falta urgente que tenía mos de un "clon" de Franco.
Sería inutil decirle que la invasión castellana nos dejó sin fueros que a veces medicamos sin valor.
Detella.

David P.Montesinos said...

hola, Detella, nostálgicos del franquismo y anhelantes de sus clones hay más por estos andurriales de lo que a la corrección política le gusta pensar. A fin de cuentas, la providencia del Dictador servía como antídoto psicológico cotidiano contra los virus de la incertidumbre, la controversia o la heterodoxia, todos esos males característicos de las sociedades abiertas y contra los que el glorioso Alzamiento nos vacunó durante cuarenta años.

Respecto a la invasión castellana, pues mira, tiene un poco esos mismos aires. La historia es una sucesión de episodios de invasiones a sangre y fuego, de acuerdo, pero a veces tiene uno la impresión de que, a ojos centralistas, sólo existe una manera -la suya- de entender todas estas cosas tan bonitas de la patria.

Joaquín Huguet said...

Felices estos tiempos en que las disputas se dirimen con gestos y berridos, y no con la fuerza de las armas. Antes, para que la sangre no llegara al río, se valían de formas más sofisticadas que la simple onomatopeya: poemas de escarnio, cancionero de maldecir, hasta libelos sofisticados contra el rey sol. Claro que estos aguerridos poetas se lo ganaban a pulso. Quevedo necesitó más de una letrilla satírica para acabar con su rival, Góngora. Todo esto del partido me suena a un programa de televisión valenciana, el poble del costat. Ya se sabe que los pueblos vecinos se llevan mal, pero nadie hace de ello una cuestión de principios. Creo que los problemas auténticos- como en el siglo diecinueve- son los mismos: explotación laboral, abuso de poder, indefensión del ciudadano frente a una administración (central y autonómica) y unas empresas omnímodas, inestabilidad laboral, empobrecimiento progresivo de la población, etc- y recrear ofensas milenarias o aclarar identidades irresolutas me parece tan vacío como deleitarnos con nuestro árbol genealógico. El expresidente Sarkozy, en plena crisis económica, planteó una cuestión fundamental: “¿Qué es ser francés?” ¿Crees que los ciudadanos se levantan cada mañana para preguntarse si son españoles, valencianos o chinos? ¿Tiene alguna trascendencia esa cuestión o preferís que volvamos a las demostraciones de la existencia de Dios? Al menos estas últimas sirven como entrenamiento para una mente lógica; lo otro no hace más que ofuscar el entendimiento hasta embrutecer el ánimo.

David P.Montesinos said...

El ejemplo de la preguntita de Sarkozy está bien traído, Joaquín. "¿Qué es ser francés?". He puesto el ejemplo de las lágrimas de Patrice Evra, obviamente de origen africano, escuchando La Marsellesa como capitán de la selección gala. Supongo que en aquel momento Evra creía saber qué es eso de "ser francés". Me pregunto si la condición identitaria nacional supone lo mismo para un ciudadano blanco y acomodado que para un hijo de la inmigración y habitante de un "banlieu". Me pregunto igualmente si, por ejemplo, la catalanidad de la que tanto presume gente como Artur Mas significa lo mismo para un parado del cinturón industrial del Llobregat -probablemente de origen andaluz- que para una familia acomodada y perfectamente catalano-parlante con segunda residencia en el Pirineu gironés. Es fácil ser del Barça, más difícil repartir los beneficios de la prosperidad, y más en tiempos de crisis.