Saturday, December 28, 2013



EN DEFENSA DE SCROOGE

1. ¿Y si después de todo el bueno fuera Mr Scrooge? Vengo preguntándome por la justicia en la asignación de categorías morales desde que descubrí que Gargamel tenía razón al detestar a los pitufos, pues ciertamente son detestables. 

Un Scrooge actual sería un tipo tan malhumorado, avaricioso y sociópata como el de Dickens, caminaría igualmente encorvado sobre la nieve girando a un lado y otro la cabeza para detectar a tiempo cualquier presencia funesta, pues todas lo son. Pero lo que odiaría en las felicitaciones y los cantos familiares no serían la felicidad y el amor de los que él carece, sino esa profusión hemorrágica de objetos estúpidos con los que todos nos castigamos mutuamente tras sufrir colas infernales en las tiendas. En ese despilfarro de dinero, de energías, de dignidad, adivinaría el pánico de las multitudes a la soledad, a quedar fuera de la corriente. Una Navidad sin regalos ni villancicos ni mariscos, una Navidad minimalista donde la única obligación fuera ver jugar a los niños y escuchar a los músicos de las calles. El error de Mr Scrooge es creer que la Navidad es funesta porque es hipócrita; y es hipócrita, desde luego, prueba de ello es que la gobierna El Corte Inglés, pero también es la inspiración para construir un mundo con menos injusticia. Lamentablemente se suele quedar en intenciones.


2. Reconozcámoslo, nos pone comprar, o mejor nos pone acudir a los lugares donde se compra, a ser posible infestados de gente que atasca los probadores y las colas. El consumo es hipnótico porque su sugestión se ceba sobre los mecanismos más pueriles y por tanto irresponsables del alma. Nada, ni siquiera las guerras, puede estar más lejos del proyecto de la Ilustración; si aquellas pretendieron la destrucción violenta de su obra civilizadora, el consumo es la reducción al absurdo de su apuesta por la libertad y el individuo: el consumo es una parodia del sueño emancipador que construyó la modernidad.  

3. El abrazo del centro comercial es uterino y amoroso. Para agradecer ese cuidado maternal, compraremos cualquier cosa y nos exculparemos diciéndonos que la necesitamos. Sólo quedan dos opciones dignas: dejar de consumir, es decir, negarse a obedecer instrucciones, o seguir haciéndolo pero con la absoluta conciencia de que se consume por nada, por la simple magia pueril de ver cómo arden inútilmente las mercancías y el dinero. 

4. Pretendemos distinguirnos, pero nos han adiestrado tanto en ello, que dotarse de elementos que auspicien la distinción es hacer exactamente lo que hace todo el mundo. Póngale un nombre estúpido y humillante a su hijo, sustituya la visita a la Iglesia por un "bautismo civil", lea al capullete de Paulo Coelho... habitará la paradoja que define la condición postmoderna: proclamarse especial haciendo lo que hace todo el mundo. 

5. Ya nadie relata. Recuerdo la Navidad como el momento en que algún adulto, preferentemente un anciano, nos trasladaba a través del cuento a un tiempo en que aún estaban los héroes. En el Norte de África presencié una escena que me conmovió. Un anciano árabe con barba blanca, chilaba y turbante, sentado sobre el suelo del jardín de una casa, les hablaba a un grupo de niños que igualmente sentados le rodeaban; acaso eran sus nietos, le escuchaban con devoción. Fue Borges quien dijo que había que volver siempre a las Mil y Una Noches, lo digo como argumento de autoridad. 


6. Hubo un largo tiempo en que la Navidad nos ilusionaba porque las emisiones de la Disney eran especiales, con aquel castillo del que salían fuegos artificiales y un coro musical que parecía formado por ángeles. Aquella tramoya ejercía un indudable poder de fascinación, me pregunto cómo es posible generar hoy esa ilusión cuando toda la animación que emiten por la tele arrastra la gelidez del formato digital. La animación cibernética es impecable, perfecta, y fría como el hielo, incapaz por tanto de suscitar la magia de la que Disney ha presumido siempre. La estación posterior al dibujo taylorizado y sin defectos, es decir, deshumanizado, es la congelación del relato, su conversión en puro estereotipo sin drama ni metáforas. La ilusión quedará entonces, como Walt Disney, criogenizada para siempre.  

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