Friday, March 27, 2015

EL AVIÓN




En "La familia Savage", una película de 2007, dos hermanos de mediana edad son llamados del hospital porque su padre está muy grave. Ya en la habitación, mientras miran al anciano yacente tratando de hacer que los reconozca, los aparatos a los que está conectado emiten de pronto ese pitidito con línea continua que todos conocemos. Un gélido doctor anota la hora del óbito. Los hermanos permanecen ante el hombre que, hace apenas unos segundos, y durante más de ochenta años, ha estado entre los vivos. "Y... ¿ya está?", dice su hija con evidente enojo. Está indignada, no es con los médicos ni con su padre, es con la vida. Esa irritación absurda delata el escándalo de la existencia, la irreversibilidad de la condena que pesa sobre todos nosotros.

Doscientas cincuenta personas mueren en un accidente de avión. Poco importa que el piloto se durmiera o que por algún motivo muy difícil de imaginar decidiera provocar el apocalipsis. Durante los ocho minutos que arrastraron al avión hacia el brutal desenlace, la vida quedó en suspenso. Prefiero no pensar en la insoportable angustia de esos momentos para el pasaje. En cualquier caso la colisión fue letal, es una décima de segundo la que conduce al reino de los muertos a tantas y tantas personas, dejando tras de sí un paisaje endemoniado de fragmentos de cuerpos y fuselaje.

¿Ya está? Sí, ya está. Quienes tenemos la poca delicadeza de creer que todo acaba aquí, en el marco del espacio y del tiempo, y, lo que es peor, de hacerlo público como para querer amargarle el resto de su existencia a los ilusos, sabemos muy bien lo que significa la caducidad. 

¿Por qué ellos y yo no? Esta pregunta es igualmente cándida. Sólo bajo la pretensión de que existe algún tipo de justicia divina podemos creer que nuestros merecimientos están destinados a ser reconocidos. Por eso sé que da lo mismo haber llegado a tiempo para embarcar en ese vuelo fatal que elegir entre dos marcas de yogur para tu bebé en el momento en que un loco hijo de perra hace estallar una bomba en unos grandes almacenes. Siempre he detestado esa hipocresía con la que el presentador de algún programa, preferentemente deportivo o del corazón, pronuncia aquello de "la vida sigue" o "debemos seguir, él lo habría querido así", tras la cara compungida de los minutos en que se dedicaron a glosar la vida y milagros del reciente finado, al cual por cierto todos querían mucho y no encontraban ningún defecto. La vida sigue, sí cabrón, pero para ti, no para él. Y él no lo habría querido así, él lo que quería -cuando aún podía querer algo porque todavía no se había despachurrado- era seguir en la fiesta, como tú, que ahora simulas llorarle. 

Nada está escrito, no hay destino ni un Gran Hombre que haya trazado de antemano las vicisitudes de nuestra biografía. El azar gobierna nuestros avatares en una medida que, si lo pensamos detenidamente, produce mucho desasosiego, aunque acaso debería también arrancarnos una sonrisa irónica, porque, como dijo Sabina, ese destino en el que yo no creo "es un maricón". 

Ya ven, no se me ocurre la manera de proporcionar consuelo a la tragedia que, tan injustamente, se ha abatido sobre doscientos cincuenta infortunados. Así de pequeño soy, así de impotente, más cuando pienso en la ingenuidad de creer que con miles y miles de aviones ahora mismo sobrevolando los cinco continentes no es normal que alguno caiga. No podemos hacer ya nada por los muertos. Pero sí podemos hacer algo con nosotros mismos: recordarlos, honrar su memoria. Como bien saben los gitanos, nuestros muertos no son pesos que nos quitamos de encima y a los que habríamos de olvidar, son en realidad parte del paisaje espiritual que constituye el sentido de nuestra existencia. No podemos recuperarlos, pero podemos hacerlos vivir para siempre en nuestro recuerdo... Hasta nuestra muerte, cuando ellos y nosotros habremos de seguir en la memoria de nuestros hijos.          

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