Cada vez que algún programa de televisión, como la otra noche el de Buenafuente, llama a Fernando a Arrabal para montar algún show nocturno, me queda la sensación de estar delante de alguien de hace mucho, mucho tiempo. No en vano Arrabal es octogenario y superviviente de acontecimientos políticos y culturales como para conformar una biografía delirante. Como nunca termina de hacerme demasiada gracia y su vertiente de provocador y enfant terrible me parece muy superada por la coyuntura, me quedo siempre pensando que Arrabal no es mucho más que aquel borracho que la lió una noche en el programa que Sánchez Dragó dedicó nada menos que al milenarismo.
Y sin embargo... Arrabal siempre tiene algo que contar, y creo que tiene que ver con la gente que pudo conocer a lo largo de su vida. Habló del surrealismo, de Breton, de Ionesco, de Beckett, de Warhol, de Cioran. Sospecho que siempre ha querido asemejarse a este último, aunque olvida algo esencial: el rumano jamás aceptó comportarse como un mono de feria, aunque ello le supusiera envejecer y morir casi en la indigencia.
Y habló de Topor, un artista fascinante cuya influencia -estoy pensando por ejemplo en mi amado El Roto- es inmensa y poco reconocida. Contó aquel episodio célebre del Club de Cambridge, recién concluida la guerra mundial, donde se reunió a un coloso de la filosofía, Ludwig Wittgenstein, con Karl Popper -también estaba Bertrand Russell-. Alguien creyó que de aquel debate podrían salir algunas recetas para solucionar los terribles problemas que en Occidente dejaba un paisaje devastado por las monstruosas contiendas. Pero aquello no pudo acabar de peor manera, con Wittgenstein amenazando con un atizador a su interlocutor y abandonando enfurecido la reunión. Podemos entristecernos ante el fracaso o celebrar con Arrabal la ceremonia de la confusión.
Desde el surrealismo, que para mí ha sido siempre mucho más que una corriente puntual incrustada entre la Vanguardia clásica, se abren la mente y los sentidos a aquellas dimensiones de "la realidad" a las que no atiende la mirada convencional. Sólo en ese sentido se advierte que lo real es surreal, es decir, que son claves ilusorias y pautas inconscientes las que hacen habitable el escenario sobre el que deambulamos cotidianamente.
Pienso en todo esto cuando por la mañana pongo un telediario. Es la cadena Cuatro, pero podría ser la Sexta. El locutor adopta un tono muy similar al de un carrusel deportivo. Parece que a cada instante estallan noticias que habrán de incidir decisivamente sobre nuestras vidas. Entre bambalinas hay pactos y negociaciones, cualquier gesto de un líder, cualquier movimiento debe ser perseguido encarnizadamente para que no se nos escape un solo detalle, pues cuestiones de enorme trascendencia andan en juego.
¿Alguien lo cree de verdad? Lo creen muchos igual que creen en la trascendencia de los debates entre hienas que incendian telecinco sobre Belén Esteban o los espacios deportivos donde se habla durante tramos interminables de cualquier cosa menos de deporte.
No son las obras de arte, es la realidad la que es surreal. Deberíamos pensarlo.
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