Sunday, March 19, 2017

EN FALLAS

Todos los años, cuando llega marzo, hay algo dentro de mí que me anima a decir que "este año sí, que he de recuperar al niño que tengo escondido en las mazmorras del alma y disfrutar de la fiesta". Unos días después, en cuanto el Ayuntamiento de Valencia abre la veda de la barbarie, termino acordándome de cuanta razón tenía en los años anteriores, cuando a poco de empezar Fallas yo ya cogía el coche para largarme de Valencia. 

No estoy cerca de esa sector la izquierda, muy divina ella, que en el País Valenciano renunció hace décadas a la más multitudinaria e influyente fiesta local en nombre de un catalanismo melancólico y desde una mirada en el fondo muy burguesa e intelectualmente elitista. El resultado son unas Fallas demasiado atravesadas por el mal gusto, la zafiedad artística, la ideología reaccionaria y, muy especialmente, el salvajismo. Por fortuna, nunca es tarde, y el hecho de que personajes tan relevantes de la actualidad política como Mónica Oltra o Joan Ribó, vecinos de barrios muy castizos de la ciudad, hayan cogido este toro por los cuernos, abre la expectativa de unas Fallas no necesariamente incívicas. 

No hay demasiados que entren en diálogo conmigo sobre este asunto. Los falleros más recalcitrantes no son aficionados al debate, prefieren el ruido y a veces la furia, mientras que las personas de mi círculo decidieron ya por el lejano siglo XX que la batalla estaba perdida y que la única solución con las Fallas era largarse tres o cuatro días esperando a que escampara. 

Yo creo que el problema de estos últimos es que no les gustan las Fallas, en eso debo ser una anomalía: a mí sí me gustan. No les daré la tabarra con misticismos de lo colectivo, de esos que históricamente han engendrado espantosas tempestades. Pero tampoco me parece insano referirse los démones que se convocan con ese formidable acontecimiento que es la mascletà, o las hogueras, tan singularmente características de las noches mediterráneas. Llevo siglos soñando con que las multitudes recuperen las calles que les han arrebatado los vehículos o los centros comerciales, ¿por qué lamentar entonces que las cohortes de las falleras mayores y las bandas de música se apoderen de la ciudad? Lo he dicho muchas veces, la globalización amenaza con uniformizar el mundo, despoblar los espacios públicos y convertirnos a todos en pasivos consumidores y precarios asalariados. La diversidad, esa que simulan amar los publicistas de Benetton y otros farsantes, emerge de verdad, con toda su poesía y toda su prosa, en acontecimientos como las Fallas de Valencia. Podría hablar en similares términos de Alicante en Fogueres, la Pamplona sanferminera o el Cádiz de los Carnavales.  

Permítanme dos propuestas. Proceden de una reflexión de muchos años, porque ni siquiera la trascendencia de la fiesta puede sobreponerse a la necesidad de convivir y al democrático respeto a los derechos ciudadanos: prohibir la venta de masclets al público y prohibir la "despertà". Con los masclets se da vía libre a una forma de barbarie intimidatoria y que casi todo el mundo detesta, por lo general en silencio. Con la despertà -así es en la plaza donde vivo- un caballero borracho que ha pasado la noche dando la lata te saca haciendo el simio del sueño que has empezado a conciliar y que necesitas porque a lo mejor tú sí trabajas. Esas dos pequeñas reformas, y una llamada a recordar que los monumentos de cartón piedra son más interesantes cuando los hacen los vecinos y no un artista fallero destinado a ganar un banal concurso, bastan a mi entender para que marcharse de la ciudad en Fallas no fuera necesario. Al menos para mí.  

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