Friday, January 02, 2009









DESDICHAS





El trago navideño tiene el fondo musical de las películas para niños, que por lo general no son otra cosa que estragantes comedias americanas del tipo Santa Claus se cura de un cáncer de páncreas, Santa Claus en el Far West y Santa Claus sale del armario -¿y de dónde demonios ha salido ese idiota gordo si aquí no ha habido nunca renos?* - Si hacemos un pequeño esfuerzo y rompemos la asociación instalada en nuestras mentes a fuerza de costumbre entre cine para niños y dibujos de Walt Disney, es posible que nos libremos de su característica moralina: un mundo ordenado que distribuye sin ambigüedades los papeles de la escena entre buenos y malos. Adultos que ven con indisimulada fascinación El Rey León o Aladdin agradecen a Disney que les ponga en imágenes la ensoñación de un mundo donde se sabe perfectamente a quien echar la culpa de los males y cuál es la senda que se debe seguir para "tener a Dios de nuestro lado", como dicen los gobiernos USA -Obama también lo dirá, ya lo verán- cada vez que suenan tambores de guerra. Y además al final te follas a Pocahontas... (que es cherokee, pero en realidad es un dibujo que copia a Naomi Campbell, que en realidad es negra, uy qué lío)





Pero el valor ejemplar del cuento no ha sido en ningún caso inventado por Disney. Siempre los relatos para niños han tenido la vocación del apólogo. En tiempos en que los críos no vivían dentro de esa especie de vigilancia neurótica y orwelliana a la que le someten actualmente sus padres, la importancia de que el niño asimilara la inconveniencia de irse a cierto lugar oscuro con un desconocido que le ofrecía golosinas tenía un valor crucial. Quizá por ello, resueltos como estaban los Grimm y Andersen de turno a no escamotear el lado siniestro de la vida, los relatos contenían la inteligente intención de inclinar al infante oyente a extraer conclusiones. Así, el cuento era toda una propuesta para la acción. Relean por ejemplo una joya como El traje nuevo del emperador y entenderán por qué aconsejo olvidarse del tonto criogenizado de Walt Disney.








Otra buena razón -y si quieren cine de Navidad para niños-: Una serie de catastróficas desdichas de Lemony Snicket. El film no ha cumplido un lustro y constituye una buena excusa para inclinar al adolescente a la lectura, pues además de que en sus imágenes se respira un invisible pero denso amor a la literatura, debo recordar que este film es solo una puesta en imágenes de un interesante serial de "literatura infantil" cuyo autor es Daniel Handler para la colección Libros Infantiles de Harper Collins. Consta de trece libros, el último de los cuales se publico en 2006, y me atrevo a sugerir que sería una lectura perfecta para un niño que se diera cuenta con la adolescencia de que Harry Potter es un poco fantasma y de que va siendo hora de pasar a materias un poquito más perversas.






A grandes rasgos, la historia que se narra es la de tres hermanos huérfanos, los Baudelaire, que caen sucesivamente en manos de distintos tutores, familiares no siempre cercanos, adultos irresponsables incapaces de protegerles del malvado Conde Olaf, dispuesto a perseguirlos por todos los confines del mundo para hacerse con la fortuna que los Baudelaire deben heredar. La impresión de que el mundo adulto ha enloquecido se va imponiendo como terrible evidencia para los niños a lo largo de la historia. Los mayores, presuntamente destinados a proteger a los niños Baudelaire, son en realidad parodias de la madurez, irresponsables o depravados... incluso el propio Olaf no es más que un payaso histriónico y sin escrúpulos entregado a toda suerte de siniestras maquinaciones con tal de satisfacer su codicia. Nada del mundo que los adultos han legado a los niños tiene solidez... Como la casa de la Tía Josephine, sujeta por frágiles troncos a un acantilado, todo parece a punto de desmoronarse sin redención posible para los niños, obligados una vez tras otra a ingeniárselas por sí mismos para escapar con vida.




Dentro de la misteriosa atmósfera donde se trama el relato, la superposición de planos temporales le da una vuelta de tuerca más al espíritu estéticamente siniestro del Romanticismo que presuntamente dirige la acción. En realidad los niños no escapan del hastío ni deambulan por un mundo sórdido en busca de aventuras... Se comportan como adultos por razones de pura sensatez: tan solo pretenden sobrevivir en un entorno hostil y que se vuelve cada vez más amenazante. El ingenio y el coraje -cualidades específicamente adultas- se convierten en el modus habitual de esta especie de familia impostada a la fuerza -el chico, la chica y el bebé permanentemente en brazos- que camina de aquí para allá por una civilización que se cae a trozos por su propia inconsistencia. No son los niños Baudelaire sino sus adultos falsamente protectores los que corren enloquecidos tras sueños pueriles e inalcanzables. Frente a la vieja lógica de los niños presa del infortunio, estos son en realidad niños convertidos a la fuerza en adultos, puesto que son los adultos mismos los que -víctima del síndrome de Peter Pan- han hecho dejación de funciones y rehúsan sus responsabilidades. Violet y Klaus Baudelaire no son ingenuos y soñadores niños del Romanticismo, en realidad -atención al aspecto de Violet, misteriosamente sexualizado- son lo que ahora llamaríamos "niños góticos"... Su lógica es la de quienes aprendieron demasiado pronto que los Reyes eran los padres y que los jadeos que se escuchan tras el tabique son lo que son y no lo que les dicen. Irremediablemente, han de crear un mundo propio en torno a las ruinas del que, a modo de herencia voladiza, les han dejado sus padres muertos. La imagen de los Baudelaire en medio de una casa en ruinas podría hacernos pensar en la Europa devastada tras la Segunda Guerra Mundial: una civilización que necesita ser reconstruida por los niños porque ya no quedan varones adultos.


Manejé esta hipótesis tan metafórica -pero tan sugerente, creo- en el libro que publiqué hace dos años -La juventud domesticada-: ¿no habría entrado en crisis la transmisión generacional que damos por supuesta, como si se administrara por sí misma naturalmente? ¿No será que el legado no está pasando de unas manos a otras, como si hubiera quedado extrañamente retenido sine die? Vivimos tan seguros de estar haciendo lo que toca con nuestros hijos, les hacemos tantos regalos, somos tan reiteradamente indulgentes con su indisciplina y su insolencia, los amamos tanto... que acaso se nos olvida que estamos escamoteandoles lo fundamental, lo único verdaderamente imprescindible: la vida misma, la necesidad de caminar sabiendo cuál es la diferencia entre el bien y el mal, la irremediable evidencia de que las hostias se las pega uno mismo contra el suelo y no saben a miel. Convertidos en instrumentos de nuestra necesidad emocional o, lo que en el fondo no está tan lejos, de nuestra propia codicia -como el Conde Olaf-, nos hemos olvidado de otorgarles una herencia moral. Nos hemos convertido en niños que exigen diversiones; por eso ellos se comportan como adultos -pequeños monstruos que visten de negro y se proclaman "góticos", deambulando por el mundo expuestos a ser cazados por el Hombre del Saco.


Algo de todo este cuadro hipotético se me sugiere en las últimas imágenes de los estudiantes griegos tomando las calles de Atenas. Hablaremos en el blog de este asunto próximamente porque creo que el caso griego -más allá de la muerte de un estudiante asesinado por la policía- tiene mucho de indicio de lo que puede estar empezando a ocurrir ya con la juventud europea. Grupos anti-sistema, antiglobalización, okupas, hooligans... ¿qué importa? Los nuevos, una vez superada la pura irresponsabilidad en que les hemos dejado tramar su adolescencia como sector dedicado simplemente a identificarse como consumidor, están descubriendo que la trama social que vamos a legarle no contiene más que incertidumbres. Con la habitación llena de objetos tecnológicamente novedosos y las Navidades con muchos regalos, empiezan a sospechar que el mundo laboral al que se abocan -donde se aprueban leyes de 65 horas semanales de trabajo- es más áspero de lo que nadie recuerda... Una Europa donde el trabajo se abarata más que nunca y que en algún momento se hizo llamar Estado del Bienestar se cierne sobre sus cabezas mientras en clase les explicamos el significado de la Constitución y lo hermoso que es vivir en democracia.

Los jóvenes están dándose cuenta de que, por primera vez, una generación, la suya, vivirá peor que sus padres. Los niños Baudelaire de Atenas, como hace un par de años los de los banlieus de París no queman coches o lanzan cócteles molotov porque estén en contra de los políticos, les moleste la especulación capitalista o exijan ayuda al Tercer Mundo: han salido a la calle porque tienen miedo. Es un toque de aviso: mira qué pretendes hacer con el mundo... porque el que se queda aquí soy yo.


En una de las últimas manifestaciones, tras gritar todo tipo de consignas y enfrentarse una vez más a la policía, tomaron el centro de Atenas y... decidieron ponerse a jugar un partido de futbol. Pese a todo, los Baudelaire son críos.

*Reno: animal imaginario con cuernos que va por la nieve y que recuerda a los utilizados como montura en El imperio contraataca, si bien el destino de aquel, decorar calcetines gordotes de esquí, resulta algo menos luminoso.

7 comments:

Anonymous said...

Vi esta misma semana "Una serie de catastróficas desdichas". A mis hermanas les encanta esta película, más incluso que las de disney, y me habrán hecho verla más de veinte veces seguro... no sabía que estuviera basada en un serial de literatura infantil (que en cuanto acabe de escribir este comentario recomendaré a mis hermanas).
Me parecen muy interesantes las conclusiones que sacas.

He de decirte que desgraciadamente hoy en día muchos padres se preocupan más por que a sus hijos no les falte de nada, que por dejarles como herencia un buen mapa moral, yo me considero bastante afortunada, porque aunque mis padres no han podido darnos todo lo que hubieramos querido, nos han dado lo que nos hacía falta, las herramientas para poder sobrevivir en un mundo con gran ambigüedad moral.

Los padres, y también los abuelos, nos han acostumbrado a creer que cada generación vive mejor que la anterior, y que prácticamente teníamos la vida solucionada... pero ahora que nos vamos acercando a entrar en el mundo enteramente adulto vemos que no todo es tan fácil y cómodo como nos habían hecho creer, y ahora es cuando tenemos que hacer cosas por nosotros mismos; que nuestros papás hay problemas que no pueden solucionar.

Tengamos cuidado, que la sociedad que dejemos será la que tengan que vivir nuestros hijos.
La ley de 65 horas semanales de trabajo me parece inhumana.

Un saludo

David P.Montesinos said...

Otro saludo para ti, y me alegran siempre tus apariciones, aunque esta vez sin la carga polémica de otras veces. Hay un misterioso atractivo en "Catastróficas desdichas", y no me sorprende por tanto que guste a tus hermanos y, espero, que a ti también.

Nuestros padres nunca nos dan todo lo que hubiéramos querido porque algunas de las cosas que necesitamos no pueden dárnoslas... Hay problemas que simplemente no pueden solucionar y sufrimientos que no pueden evitar. Recuerdo aquel chiste en que un niño preguntaba a otro que le habían traído los Reyes Magos y éste enumeraba, con cierto fastidio,toda la retahíla de productos anunciados en la tele y que la mayoría de los niños piden. ¿Y a ti? pregunta éste. "A mí no me han traído nada, pero mi padre me dijo cuánto me quería". Y el primero, que apenas ve a sus padres en su vida diaria se queda mirándole con envidia.

David P.Montesinos said...

Y que no se me olvide, ya que acertadamente tocas el tema. La ley de las 65 horas semanales es una de las regresiones más escandolosas e intolerables que yo recuerdo en nuestro querido viejo continente. Que partidos políticos y demás instituciones no se hayan levantado contra ello explica que, luego, haya quien se manifieste agresivamente, sin justificar por ello que se quemen coches en las calles. ¿Funcionan las instituciones democráticas? Esa es la pregunta.

Anonymous said...

Hola David.

Ayer, día de reyes, presencié lo que disfrutan los niños (vamos, los que yo conozco) abriendo regalos, quiero decir, desenvolviendo paquetes. Los abren de uno en uno, y una vez abierto lo desplazan para proceder a desenvolver otro. Lo hacen automáticamente, sin detenerse a ver lo que tienen delante. Pues bien, de todos los regalos abiertos, únicamente uno llama especialmente la atención al niño: una maquinita de cuyo nombre no puedo acordarme, que cuesta…¡¡¡ 140 € !!! Sí, una maquinita que cuesta 140 € y, 8 regalos más tirados a la basura, pues lo que a los niños les gusta es abrir regalos, bueno, y las maquinitas. ¿Cómo pueden unos padres gastarse 140 € en un sólo regalo para un NIÑO?¿cuánto han costado en total los 9 regalos? Y este pobre niño se quejaba porque era el único de su clase sin este videojuego o como se llame.
Cuando era pequeña, no sé si por pertenecer a familia de clase obrera o por los valores que mis padres nos inculcaron (quizá por las dos cosas), únicamente recibíamos mi hermana y yo un regalo (como mucho dos) cada una. Y desde luego no eran regalos caros. Cuidábamos el regalo como oro en paño. Son esos juguetes que te duran toda la vida (todavía andan por ahí). También nos regalaban juegos de mesa, cuando empezábamos a ser un poquito más mayores. Que por cierto, no sé si os habéis pasado por el Corte Inglés estos días, en concreto por la sección de juguetería: toda la gente amotinada en la parte en la que vendían videojuegos. Los juegos de mesa, despejado. ¿Qué pasa con el Cluedo, Hotel, Misterios de Pekín, Trivial, Juegos reunidos? ¿os acordáis? (ojo, no voy por el mismo camino que ‘El canto del loco’ :-)). Me dirán algunos que estoy desfasada, pero cuando nos regalaban este tipo de regalos, jugábamos todos en la familia. Participábamos todos. Ahora los niños se aislan y juegan solos con la máquina. Los niños no existen, no dan ruido. Sólo la puñetera musiquita del videojuego. También puede ocurrir que a los padres no les apetezca participar en los juegos infantiles (están cansados, trabajan todo el día, y claro, los días de fiesta quieren descansar), y los videojuegos vienen bien… Es el pez que se muerde la cola. El capitalismo te ofrece la posibilidad de contentar al hijo y de contentar a los padres. La ley del mínimo esfuerzo para el padre y el hijo. El niño se sabe consumidor desde que tiene uso de razón. Qué perversión.

Creo que el día que sea madre tendré muchos problemas, relacionados entre mi manera de pensar y la sociedad en la que mi hijo se formará. Este es un tema que realmente me asusta. Es fácil hablar. A la hora de la verdad, veremos cómo nos manejamos.

Para finalizar, me he acordado de un libro que se titula Aquiles en el gineceo (Pre-textos) de Javier Gomá, cuando has hablado, David, del síndrome de Peter Pan. No sé nada especial de su autor. Lo ví en una entrevista que le hicieron en el programa ‘Cara a Cara’ de CNN +, donde presentaba su libro. Ese mismo día por la tarde fui a comprarlo. Habla sobre el adulto en la actualidad, de su (no) individualidad y de la (no) aceptación de la muerte. Utiliza la figura de Aquiles, cuando su madre lo disfraza de mujer y se lo lleva al gineceo para protegerlo, para que no vaya a la guerra, porque si va a la guerra morirá.
Salir del gineceo, es ir hacia la muerte. Crecer.

P.D. David, he seguido tus comentarios sobre Gaza en el blog de nuestro amigo Justo: estoy completamente de acuerdo contigo.
GLUKSMANN NO TIENE RAZÓN


Un saludo

David P.Montesinos said...

Hola, Isabel, gracias por tu post y por tu generosidad. Lo leo con atención. A veces me pregunto si estos niños tan colmados por regalos saben -o en todo caso si lo saben sus padres- el tipo de selva que es el mundo adulto hacia el cual los encaminamos sin prepararlos adecuadamente.

Conozco el libro al que te refieres. No sé si has leído alguno de los ensayos de Vicente Verdú, o incluso su blog, que tengo linkeado. Con frecuencia insiste en la puerilización de los signos de consumo de los adultos, hasta el punto de considerar que el transfondo de toda esa corriente, el deseo de no sentirnos responsables, se convierte en horizonte ideológico del momento, en "espíritu del tiempo", como diría un hegeliano.

Anonymous said...

No he leído ningún ensayo de Vicente Verdú, aunque sí los artículos que publica en El País. Seguro que sus ensayos son tan interesantes como sus publicaciones. Visitaré su blog.

Gracias, David.

Anonymous said...

Hola David. Fenomenal blog, el tuyo. Tu hermano Tobías me invitó a visitarlo y, cómo no podía ser de otra manera, acertó con su sugerencia. Me voy a permitir la licencia de dejaros un vago pensamiento escrito esta misma noche, para otra circunstancia, pero que puede no ser del todo inoportuno.

Frecuento un foro de filosofía, soy un simple aficionado, y me sorprendí pensando en la "insensatez" del hecho cognitivo... así que le dediqué ese pensamiento del que te hablé, y, aunque ya pasadas, las navidades son, para mi, un claro ejemplo de lo que intenté transmitir.. ahí os lo dejo, espero que el vómito se contenga en una simple arcada...


"Conocer...estúpido verbo soflamero, siempre ideando argucias y triquiñuelas con las que atrapar a sus víctimas, estás, cómo absortas por los efluvios de la absenta, palidecen cuando tras la grotesca bacanal cognitiva se percatan de que no recuerdan nada, de que el placer por el conocimiento adquirido se ha transformado en frustración y desencanto de quién mató a su tiempo en tareas inútiles y perniciosas, no tanto por el desenfreno de Afrodita, cómo por la ira de Casandra al "conocer" lo irreconocible, al reinventar el presente con lo robado a un futuro que nunca existió.

Dejadme mejor, disfrutar, que conocer... dejadme a ese otro verbo cómo compañero de estancia, porque se viaja en soledad, y se disfruta en la quietud del presente, único amigo fiel".

Un abrazo. Y feliz año.