Thursday, November 29, 2018

LUCES DEL YOGA

Durante dos años practiqué tai-chi. Hubiera continuado, pero el grupo se disolvió -la dimensión colectiva es básica en el taichi- de manera que, tras algunas idas y venidas, opté por cambiar de práctica y dedicar unos cuantos días de mi semana al yoga, una especialidad bastante más extendida y en la que resulta fácil encontrar instructores actualmente en España. 

Mi intención siempre es la misma: dado que tengo dificultades para controlar mi sistema nervioso, la disciplina corporal -sobre todo la relativa a la conciencia respiratoria- sobre la que inciden las técnicas orientales de ejercicio y meditación, se convierte para mí en una terapia en el sentido más clínico del término. Soy, como sospecho que muchos de ustedes -aunque quizá no se lo hayan planteado-, un "cartesiano", es decir, un tipo que vive habitualmente sólo en su mente. Ello me condena, al menos mientras no combato enérgicamente el problema, a deambular por la vida peleado con mi cuerpo, a ignorarlo, a vivir como si no existiera, como si fuera poco más que una molestia. Hablamos a menudo del estrés en que se tramitan nuestras vidas, de la neurosis como pandemia... todos esos males, que no son -les aseguro- un invento de cuatro gurús con ganas de sacarnos la pasta, aunque ciertamente hay en el mundillo de las filosofías orientales mucho farsante, por supuesto. 

De momento constato dos diferencias que se podría entender precipitadamente que van a favor del taichi. La primera es su delicada belleza, la segunda, su dimensión colectiva. El yoga, aunque se practique junto a otras personas, es más individualista. Se diría que hay un yoga para cada persona. Esta impresión puede tener que ver con el origen respectivamente chino e indio de las disciplinas. 

Añadiré otro factor. Sería un esquematismo ridículo afirmar que la civilización china es violenta y la india pacífica. Sin embargo, pese a que el taichi es esencialmente rítmico, algo así como una danza ritual, no conviene olvidar que su origen es bélico. Rodeado por pueblos agrestes obsesionados con conquistarla, China ha preparado desde milenios a sus niños para la batalla, cada movimiento de taichi es la ralentización ritualizada de un ejercicio para defenderse o atacar a un feroz enemigo. El yoga es justo lo contrario, no estoy seguro de saber explicar por qué, pero desde que empiezas a practicarlo adviertes que en el yoga la paz es el único camino... Diría que la paz está en las entrañas últimas del yoga porque su sentido primero y último es estar en paz con uno mismo. Lo diré de una vez: no pretendo ser feliz ni adelgazar ni conocer gente nueva ni aprender filosofías asiáticas,  hago yoga porque quiero estar en paz conmigo mismo. 

Todo esto no es nuevo en Occidente, por supuesto. Se ha asentado la asociación entre la revolución pacífica -también llamada "resistencia pasiva"- y la figura del indio Mahatma Gandhi, sin duda un personaje fascinante y con una influencia colosal. Hace ya más de medio siglo que los beatniks de los cincuenta y los hippies de los sesenta empezaron a dar la murga con el karma, los ascetas hindúes, la deidad Krishna, los viajes a Benarés o los placeres del kama-sutra. Hablamos de formas milenarias de sabiduría, por lo que no sorprende la delirante confusión que en una sociedad sobreinformada, consumista e histérica como la nuestra produce la penetración asilvestrada de todos estos conceptos. Que en el Mercadona se vendan una cajitas muy bonitas de "infusión ayurvédica" es un buen síntoma de lo que digo.

En mi caso, la dimensión pacifista del yoga, sobre la que nuestra instructora insiste sin descanso, encuentra alguna traba considerable. Siempre, creo que desde que leí el Mio Cid, empecé a ver películas del Oeste o simplemente entendí que en el patio del cole había que defenderse a guantazos, he sabido de mi predilección por la épica, que es, no lo olvidemos, la forma poetizada del culto a la guerra. No soy un tipo cruel, ni un maltratador, ni un sádico... pero hay algo muy dentro de mí que me predispone a la pelea y que me hace sentir, como afirmó hace dos mil quinientos años Heráclito, que detrás de todo orden habitable está el "polemós", y que siempre hay -aunque seamos tan cándidos que queramos ignorarlo- quien trama destruirnos. 

Pese a todo, tengo ya edad suficiente para entender que la guerra es una puta mierda, un timo repugnante y una colección de mentiras urdidas por algunos muy listos para que los tontos nos matemos entre nosotros en defensa de un trozo de trapo que tan solo oculta los intereses de unos pocos. La épica está bien para ver películas de Kurosawa o para templar un alma lo bastante ardorosa como para enfrentarse a la injusticia. No soy ingenuo, debemos luchar, pero, cuidado, deberíamos exigirnos una desconfianza extrema cada vez que oímos tambores de guerra... Y el caso es que últimamente oímos demasiados. Por todas partes presiento miedo de un tiempo a esta parte, y el miedo vuelve locos -y criminales- a los hombres. Por eso tienen éxito tipos como Trump, Bolsonaro, Maduro o Putin. "Si vis pacem para bellum", dijo Vegecio. Pero es una patraña odiosa propia de un pueblo que construyó un imperio a sangre y fuego. Si queremos la paz no nos queda otra que preparar la paz. Eso implica aliarse indefectiblemente con los derechos humanos, con la deliberación... con el comercio incluso. 


Estoy diciendo muchas obviedades, ya lo sé. Pero permítanme un argumento creo que un poquito más afilado. Durante mi juventud fui un tipo bastante más agresivo, impaciente e intolerante que ahora. Mucha gente me caía mal, creía ver enemigos en todas partes y me sentía bien proclamándolo. Que hay gente odiosa y que el planeta estaría bien sin ciertos tipos, quién lo duda. Pero observo en retrospectiva mi trayecto biográfico desde todo lo que ahora sé... y, qué quieren, cada vez tengo menos ganas de poner a parir a mis vecinos, a mi familia, a los que discrepan de mí... A diario veo a gente que sufre, personas deprimidas por experiencias terribles que sobreviven a la adversidad y salen de la cama cada día para proteger a sus hijos...  Hay quien ha perdido el sentido del humor porque una enfermedad crónica le genera un dolor cotidiano y atroz, o quien ocupa dieciocho horas en cuidar a un viejo con alzheimer, o quien es diariamente humillado por un trabajo indigno y mal pagado... El mundo está lleno de tipos que son mejores que yo y a los que he creído en algún momento poder menospreciar.  

La otra noche salí de clase de yoga pensando que a veces el odio o el desprecio son el resultado de la ignorancia. No sabemos a menudo por lo que ha pasado ese del que decimos con suficiencia que "es un gilipollas". 

Namasté, amigos. 

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