
La idea que hoy solemos hacernos de nuestra paleotelevisión invita a la vergüenza mucho más que la melancolía. Las imágenes recuperadas del pasado nos retrotraen al patetismo de humoristas como Pajares y Esteso, al Ballet Zoom, a las azafatas del Un, dos tres y a los anuncios de Caramelos Sugus, Caramelos Sugus, Sugus de Suchard. Uno piensa que deberíamos estar peor de lo que estamos, teniendo en cuenta que nos educamos con aquella televisión que era la única disponible excepto para los privilegiados que, como mi amigo Javi Muñoz, disfrutaban de la segunda cadena, más conocida entonces como el UHF.

Recuerdo bien lo que oí decir a un niño en los noventa sobre TeleCinco: "Es un Canal en el que parece que siempre sea Nochevieja". No había más que ver el programa que presentaba Milikito, con las Cacao Maravillao, o, hablando de tías buenas, de Ay, que calor, programa italiano presentado por un gorrino gordo y sudoroso en el que mozas de buen ver bailaban y terminaban enseñando las tetas. La libertad al fin había triunfado y este viejo país ineficiente -como lo llamaba Gil de Biedma- se hacía digno de la Revolución Burguesa que los señores feudales habían aplastado a base de cristazos.

Exceptuando los partidos de la selección española, que aún se dan en abierto, no creo que haya nada en la tele que reúna tantos espectadores como las tertulias de las hienas de telecinco, lo cual demuestra que muchos de nuestros conciudadanos son dignos de un país de Pajares y Esteso.
Este fenómeno por el cual la tele que se ve de forma mayoritaria es pura mierda durante horas y horas se explica por el proceso de individualización de la sociedad, que ha terminado por convertirse en la estrategia de dominación característica del capitalismo globalizado. Si quieres ver lo mismo que las multitudes, no hay mucho más que poner las tertulias de las hienas. Si quieres calidad, debes aceptar que hoy ver televisión es fundamentalmente un acto privado: la era dorada de las teleseries ha propiciado una forma de consumo que nada tiene que ver con la paleotelevisiva, propia de las sociedades del siglo XX.
No siento nostalgia, no más que esa asociación entrañable que hace nuestra memoria con las banalidades que rodeaban nuestras vidas cuando éramos jóvenes. No veré el Especial Nochevieja, ni siquiera para saber cuánta piel enseñará Cristina Pedroche cuando lleguen las uvas.
Pero permítanme: siempre recuerdo el efecto que, a la mañana siguiente, se advertía entre los niños en el patio con cualquier estupidez que hubiera pasado la noche anterior en el único canal que todos veíamos. De alguna manera, aquella lógica todavía franquista reunía a las familias y cohesionaba a la nación, aunque solo fuera para criticar a alguien que había escandalizado a las abuelas... Como cuando Krahe cantó aquello de "como un gilipollas", Lola Flores perdió un pendiente, Uri Geller dobló cucharas con su telepatía, España superó la Batalla de Belgrado para meternos en el Mundial de Argentina o Jiménez del Oso nos convencía de que los marcianos estaban al caer. Todo tiene ahora un fuerte aroma a candidez y, en cierto modo, a ilusión por las supuestas maravillas que las libertades iban a regalarnos. Todo era pueril...
...todo menos, como diría Rajoy, "alguna cosa". Por ejemplo aquellos coloquios

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