Thursday, February 27, 2020

CONTRAHISTORIA DEL LIBERALISMO

Cualquier socialista de formación media sabe que la historia de la izquierda está atravesada por toda suerte de apostasías, traiciones, disputas, revisiones o expulsiones. Quizá la izquierda sea inconsistente, pero al menos no podemos decir que no le asista capacidad para autocuestionarse. No estoy seguro que suceda lo mismo con su gran rival, el liberalismo. Por lo general, lo que nos encontramos en los pensadores que se proclaman liberales son simples hagiografías, a veces tan ridículamente acríticas como alguna que le he leído a Mario Vargas-Llosa. Se diría tras leerle que el único gran problema del mundo es no haber seguido a pies juntillas las recetas de todos los héroes liberales a los que el peruano vitorea. 

Yo mismo, pese a que considero a los actuales neoliberales un hatajo de truhanes, manifiesto cierta propensión a condonar cualquier deuda a los viejos liberales... Como si estos, desde su distancia histórica, no tuvieran nada que ver con la enloquecida deriva a la que nos ha llevado el capitalismo de los últimos cuarenta años. 


Conviene leer "Contrahistoria del liberalismo", del italiano Domenico Losurdo. Su argumentación, magníficamente documentada, además de un escrupuloso análisis de la ideología burguesa, es un estudio de prácticas políticas y económicas insistentemente atroces. Estamos ante un viaje histórico a las sombras de un discurso que ha tenido una especial habilidad para blanquear sus páginas más siniestras, que resultan ser insospechadamente abundantes. Como afirmaba Walter Benjamin, "todo documento de civilización es, a la vez, un documento de barbarie". No paré de acordarme de esa aserción durante la lectura de Losurdo. 

Asumimos como idea-fuerza del liberalismo el principio que opone el libre comercio a la guerra. Muy hermoso, claro que sí. Pero no lo es tanto cuando aquellos nobles seguidores de Adam Smith acusaban a los Estados de actuar "despóticamente" contra la libertad de contratación por prohibir prácticas como el trabajo infantil. Es difícil no sentir afinidad con quienes lucharon contra el servilismo; el problema llega cuando se descubre más pasión en la fobia a los siervos que en la crítica a los privilegios de las sociedades estamentales. Aquí, y pese a la exaltación de la libre competencia y el éxito de los mejores, siempre ha subsistido la vieja presunción de origen religioso que otorga a la miseria de las masas el carácter de "designio de la Providencia". 

Conozco a personas muy leídas que aman a Thomas Jefferson. No cuestiono su brillantez como legislador, pero debemos saber -como informa Losurdo- que, además de impulsar el exterminio de los nativos americanos, fue dueño de esclavos de origen africano. No deja de tener su miga, pues la Declaración de Independencia de la que es autor, auspicia una Constitución que, para la época, es profundamente libertaria, garantista e igualitaria. En tanto que tratante y explotador de seres humanos, Jefferson no es una excepción entre los padres fundadores de la democracia más longeva del mundo: abundan los esclavistas entre los primeros legisladores de los EEUU.


Como explica Losurdo, el motor burgués de la modernización de Europa arranca de la apropiación privada de las tierras comunales características del régimen feudal. Se consideraban un freno a la prosperidad, pero con su vallado se destruyó un modo de vida eficaz, dejando en situación de pobreza y dependencia a inmensas masas rurales. La misma lógica empezó a aplicarse más adelante a los sindicatos y otras prácticas "socialistas", estigmatizadas por los teóricos liberales como ataques a la libertad propia del mundo moderno y como formas residuales de regresión a los antiguos gremios y a los regímenes absolutistas. La idea de que la miseria de las masas es un destino inamovible no les pareció sin embargo un mal heredado del Medioevo. 

Otro rasgo característico del liberalismo clásico es la denuncia de lo que vino a llamarse "la infección francesa". El Estado surgido de 1789 sería producto de un enloquecido radicalismo y su consecuencia sería todo tipo de desódenes. La obsesión de personajes como Robespierre -y después de Bonaparte- por legislarlo todo, corresponde entonces a la voluntad de construir un gran Leviatán como el que describió Hobbes. Fue precisamente un francés, Alexis de Tocqueville, quien, tras su viaje por Norteamérica, concluyó que el nuevo Estado de más allá del océano constituía la consumación de los ideales ilustrados del individualismo, la libertad y la prosperidad. No es extraño, pues el autor de "La democracia en América" consideraba que la tendencia francesa a asociar el espíritu liberal a impulsos sociales era propio de "mentalidades serviles". Fiel a su misión de aconsejar a sus compatriotas sobre la hoja de ruta correcta, legitimó el brutal trato del Estado francés a los rebeldes de la colonia argelina,  asociándolo al que el gobierno de los EEUU estaba dando a los pieles rojas. Si estos fueron exterminados no es tanto porque se les considerara un pueblo enemigo... Más bien eran, como los argelinos insumisos, una molestia de la que había que deshacerse cuanto antes para propiciar el progreso y civilizar las inmensas praderas del Oeste. 

Por supuesto, no hacía falta un francés para denunciar el peligro del contagio radical en Europa, los ingleses se encargaron. En el enfoque liberal, hegemónico en las islas, la ecuación era recurrente: jacobinismo y bonapartismo llevan a despotismo y estatalismo, ergo la infección francesa termina conduciendo al socialismo y a fenómenos tan odiosos para las élites económicas europeas como la Comuna de París. 


Si leemos los textos ingleses como lo hace Losurdo, descubrimos que la libertad es en ellos antes un privilegio que un derecho común. Por eso oponen insistenmente su antigua revolución democrática -la Gloriosa- a la acaecida en Francia. De la diferente actitud de los ideólogos de una y otra nación ante la esclavitud dan idea dos cuestiones: la complicidad de muchos escritores ingleses con las fuerzas sudistas durante la Secesión norteamericana y, por otra parte, el que Francia eliminara la esclavitud de su imperio antes que Inglaterra del suyo. En ese sentido, no debe extrañarnos que creciera entre los intelectuales británicos el virus del racismo. Por esperpéntico que ahora nos parezca, hizo fortuna la especie que oponía el carácter individualista de los ario-teutónicos de Europa a las tendencias tribales y dependientes de los celtas. No parece que, mucho después, Hitler fuera impermeables a semejantes gansadas decimonónicas. Así, descubrimos con Losurdo que formas ideológicas como la "historiografía racial", el "socialdarwinismo" e incluso las teorías conspiranoicas del complot judaico tuvieron un amplio recorrido a la vera del respetado liberalismo. 

La conclusión de "Contrahistoria del liberalismo" es que la ecuación que asocia comercio y paz es completamente falsa. La tan celebrada  "comunidad de los libres", que remite a Adam Smith y a sus correligionarios tanto como "la Mano Invisible del mercado", es, a fin de cuentas, un mito más de la modernidad. Ese mito es en realidad el principio desde el que se blanquea el imperialismo moderno. Debemos saber que ninguna nación ha creado y alimentado tantas guerras como la británica. Comercio y paz no son sinónimos, el del capitalismo no es un relato de civilización más que lo es de barbarie. 

Podemos seguir creyendo que los genocidios del siglo XX, empezando por el Holocausto, fueron el producto de unos pocos dementes. Pero sospecho que tienen antecedentes.  

  

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