Thursday, March 05, 2020

L0S MIASMAS

Los hermanos de mi abuela murieron uno tras otro del garrotillo. Daban tal nombre en aquella España rural y atrasada a una de esas enfermedades infecciosas que no se sabia cómo tratar y por las cuales los niños atestaban los cementerios. La suya es la historia de una superviviente. Contó que su madre no la quería y que deseaba que fuera ella la que ocupara el sitio de cada uno de los que caía, de ahí que la obligara a pasar las noches en la cama donde dormía el que acababa de marcharse. Ella sacaba la cabeza de la manta, estiraba el cuello para que los miasmas que se habían llevado a sus hermanos no la destruyeran también a ella. Creo que los gérmenes no sabían con quién se la jugaban. A lo largo de sus casi noventa años de vida les declaró una guerra sin cuartel que pretendía hacer durar más allá de la muerte, pues insistió a mi madre en que quería ser enterrada junto a cierta hermana suya que, por lo visto, era la única que no había faltado por alguna fiebre contagiosa.

Represión religiosa atroz, la hipocondría que la hizo enloquecer desde niña... Añadimos un egoísmo inmoderado y ya tenemos la mezcla explosiva que determinó una personalidad paranoica, capaz de mantener en una tensión intolerable a todo aquel que se le acercaba. 

Lavaba la ropa y las sábanas a diario... Todo lo que le rodeaba, empezando por ella misma, olía a lejía y desinfectante. Ponía litros de limón a todas las comidas. Rechazaba el contacto humano como si todos fuéramos transmisores de la peste. "La gente me da asco", decía a veces. Como todo cazavampiros, creía saber siempre donde estaba el Mal, pues, en realidad, está en todas partes. Sabía que gérmenes y microbios deambulan por doquier, pero que son invisibles por minúsculos, lo que da idea de su luciferina perfidia. 

Curiosamente no creía en los médicos; por eso, pese a que los visitaba a menudo, no solía tomarse los fármacos que le recetaban. Prefería rezar incansablemente las cuentas de su rosario. Una mañana en que yo debía marcharme a trabajar a otra provincia, ante la noticia de alguna gripe que despertó tantos temores como ahora el coronavirus, mi abuela me suplicó que no me fuera. Como una aldeana medieval, sospechaba que la Peste Negra estaba fuera, arrastrándose por los caminos entre los trapos de los peregrinos, y que si un viajero regresaba portaría el Mal consigo. 

No sé qué gravedad tiene esta epidemia que amenaza no sé si con matarnos a todos, pero sí desde luego con colapsar temporalmente nuestra forma de vida. ¿Asumimos la paranoia de mi abuela? Seremos profundamente infelices, como ella lo fue, pero tendremos salud... 

¿Seguro?

Cuando veo que no solo los estantes del supermercado se vacían de productos para la desinfección, sino que hay quien incluso empieza a hacer acopio de víveres, como preparándose para una catástrofe, me pregunto qué pasaría con nosotros si se declarara una guerra o si los niños, como hace un siglo, murieran a legiones. Sospecho que tardaríamos poco en sacarnos los ojos unos a otros...  Y no es descabellado, a fin de cuentas está en nuestra historia.

También cabe soñar con el regreso al mundo anterior a Pasteur y Fleming. Lo de mi abuela tiene una justificación, era lista pero ignorante, los médicos le parecían un hatajo de matasanos y los centros de salud eran para ella almacenes de gérmenes. Me sorprende más que personas aparentemente formadas de nuestros avanzados tiempos aprovechen el trance para inocular a sus prójimos su veneno conspiranoico. Por no hablar de las gilipolleces new age de quienes ven en el coronavirus el síntoma de que tenemos una sociedad enfermiza por culpa de las vacunas, los tratamientos farmacológicos y la perversidad de la medicina convencional. 

Estos son días en los que todo el mundo opina. Y está muy bien, a mí también me mola mucho hablar gansadas sobre lo que ignoro. Pero yo al menos sigo la máxima socrática: sé que no sé. Eso me anima a mantener cierta cautela ante el tropel de informaciones que llegan en todas direcciones y que sirven para que empecemos el día convencidos de una cosa para alcanzar la noche creyendo justamente lo contrario. Tras preguntar a una médica amiga de en cuya sensatez confío plenamente, me recordó que todos los años mueren miles de personas en España por gripes conocidas. Sin banalizar para nada un asunto serio, y asumiendo que un virus que aún no se sabe cómo tratar y que se contagia con gran facilidad debe generar preocupación, me pregunto en cualquier caso si no se nos está yendo un poquito la olla con el coronavirus. 

Se me ocurren dos conclusiones. 

Son muy aburridas, lo siento. Mola más decir que esto lo ha inventado Trump, el cual se va a forrar porque ya tiene la vacuna y, de paso, matando dos pájaros de un tiro, va a joder a base de bien a los chinos. También podemos rastrear a los iluminatti o a los masones, que seguro que saben algo. Pero yo soy más prosaico. Mi primera conclusión es que debemos dejar hacer su trabajo a los científicos. Y debemos, además, hacerles caso antes de escuchar a los profetas del apocalipsis. Mi abuela no confiaba en ellos, pero yo, qué le vamos a hacer, tampoco confío en las cuentas de su rosario.

La segunda es que deberíamos acordarnos de que las instituciones que constituyen los Estados no siempre son el mal. Tenemos una buena salud pública. Algunos muy pillos se frotan las manos cada vez que se pone en tela de juicio la necesidad de una salud pública, universal y bien financiada. Parece que hacen falta crisis de terror como la del coronavirus para que corramos despavoridos a exigirle a las instituciones que nos protejan. Tampoco estaría mal acordarse de que durante la crisis se echaron a perder equipos de investigación que trabajaban duramente en favor de nuestra salud. 

Trabajen y encuentren la vacuna. Gracias al desarrollo de la ciencia vencimos el garrotillo y despareció en nuestro país la mortalidad infantil que, hace solo un siglo, mataba a los niños como Lucifer pasando su guadaña. Hoy nos encontramos con una esperanza de vida por encima de los ochenta años. Si no me creen siempre queda el rosario. 


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