Monday, November 08, 2021

LOS FINES DE LA EDUCACIÓN (Y II)

 

 

 

 

¿Qué es una escuela? Siguiendo la denominación de Neil Postman, se me ocurre que es un “centro de atención”… O mejor, debe serlo, pues de lo contrario lo que tenemos es un “centro de detención”. La segunda opción suena fatal, pero no es descabellada. Alguien podría decirme: "bueno, la escuela socializa, como ha hecho siempre... y ahora además integra". La integración... sospecho que ese es el término clave del actual relato educativo. Suena bien, pero ofrece un problema: por muchos que sean los alumnos con problemas de integración que ingresan en un instituto, siempre son una minoría... Queda una inmensa mayoría silenciosa más allá del palabro dichoso. Si ocupan un pupitre es porque aspiran a obtener conocimiento. En cuanto a la minoría problemática... está bien que queramos integrarlos, pero ¿integrarlos a qué? Insisto en la pregunta: ¿cuáles son los fines de la educación?


Tengo encendidas las alarmas desde hace tiempo porque los niveles de hastío que presiento en el alumnado son casi dramáticos. Se diría que vienen, con una obediencia que me cuesta explicar, a fustigarse como penitentes durante seis o siete horas escuchando hablar de cosas que, por lo general, son incapaces de asociar a sus propias vidas. ¿Les sorprende que haya profesores desmotivados? Yo he oído decir a un compañero que jamás se sintió tan a gusto en un aula como cuando impartió clases a presos de la cárcel, pues "por primera vez en mucho tiempo he sentido que unos alumnos me hacían caso". A mí me ha pasado lo mismo con ancianos en una universidad popular. Pero yo educo a adolescentes, joder ¿qué está pasando? 


Voy al grano. Creo que falta un relato compartido, creo que la escuela lo tuvo y lo ha perdido. Existía ese relato en el franquismo. Era un relato repugnante, pero funcionaba a su manera. Existió en los primeros años de la democracia, durante los cuales los institutos públicos pasaron por una edad dorada que las sucesivas legislaciones, empezando por la logse, consiguieron destruir. El supuesto relato de la integración que hoy parece sustentar la escuela es una falacia. La prueba es que la misión de socializar o integrar a alumnos que lo necesitan por razones de extranjería, pobreza, disrupción o dificultades cognitivas, recae sobre los centros públicos. Las escuelas privadas, o mejor dicho, concertadas -puesto que las pagamos todos- no se dedican a integrar, más bien capturan al alumnado "deseable". 

Igualmente falaz es el relato de la revolución tecnológica, la innovación educativa o la última moda: las ciencias cognitivas. Como explica Neil Postman, "lo que no se ha podido solucionar sin  ordenadores tampoco va a solucionarse con ellos". No hay relato compartido para la escuela, por eso la ideología de trasfondo que se impone es la que domina el mundo tras los muros: productivismo, consumo, mercado. 

No sé si me explico. Cuando yo estudiaba se entendía la escuela pública, y muy en especial la entonces llamada enseñanza media, como "un ascensor social". Esa prodigiosa metáfora creaba un círculo virtuoso: la educación pública y de calidad es un vector de movilidad social. Deberíamos preguntarnos por qué la movilidad entre clases se ha paralizado en nuestro tiempo. Como en el franquismo profundo, si provienes de clase humilde en España envejecerás y morirás como persona pobre. Por eso, lo que conseguimos mis compañeros y yo en el Instituto es fabricar indiferencia. Trabajo en una localidad formada por clase obrera, con una legión de familias desestructuradas y niños con problemas que antes que de integración son económicos. Lo que estamos produciendo es, fundamentalmente, mano de obra barata. Lo que se me pide no es que enseñe los derechos humanos o a Descartes, lo que me piden es que haga de guardés del garaje donde los chicos pasan largas horas diarias. Si consigo que los más conflictivos no terminen siendo delincuentes, perfecto, si no lo consigo, al menos que no estén en la calle haciendo maldades durante unas horas. 


Me llama la atención el tiempo que se emplea en debates pedagógicos. Se critican las clases magistrales y la supuesta obsesión de los docentes por la carga memorística. No digo que no sea un buen debate, pero no es "el" debate. La verdadera cuestión, con independencia de la metodología que cada profesor emplee como buenamente pueda, es si la sociedad quiere que los niños aprendan algo. 

Miren, es mejor no buscar problemas inexistentes ni inventar bálsamos de fierabrás. Lo que hace un profesor, a veces por pura vocación, a veces por simple ánimo de supervivencia profesional, es civilizar a sus alumnos. Civilizar, en el sentido más ilustrado de la palabra. Llegar puntualmente a clase, sacar el cuaderno, aprender a escribir disertaciones, leer significativamente textos y analizarlos, guardar turnos de palabras, evitar abusos y acosos, multiplicar y dividir fracciones, visitar parajes naturales para aprender a amar el entorno... ¿De verdad creen que es muy diferente de lo que la escuela ha hecho siempre? Si además, y en esto los filósofos estamos especialmente alerta, de crear librepensadores o, si lo prefieren, ciudadanos con conciencia crítica, entonces es un diez. Si les hacemos sentir útiles a la comunidad, entonces matrícula de honor. 

Sentirse útiles a la comunidad, lo acabo de escribir con toda la intención. Hacerles entender que forman parte de la tribu y que habrán de heredad la responsabilidad de conservarla y hacerla crecer. Eso y la posibilidad de prosperar en todos los sentidos es el célebre relato. Lo demás es botellón, y drogas, y fascismo, y consumo, y teléfono móvil, y Vox...



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