Friday, January 18, 2019

SIGLOS IMPARES

Tengo una estúpida fobia, los siglos impares. No me ofendo si lo consideran un síntoma psicopatológico o, si lo prefieren, una perfecta majadería. Sólo deseo no inocularlo a mis herederos... En primer lugar, porque deja el presente y el futuro cercano en el peor lugar imaginable: nos hallamos en los compases tempranos de un siglo impar. En segundo, porque es una apreciación racionalmente injustificable. Cien años es un periodo demasiado largo, pasan cosas buenas y malas, hay demasiadas tribus en el planeta para que un hombre serio como el que pretendo ser se entregue a consideraciones tan gruesas. Casi sería mejor afirmar la típica jeremiada de que todos los siglos han sido igualmente nefastos -no faltan argumentos-, que la historia es un reguero de sangre y todas esas cosas...  parece que uno queda mejor. Pero, qué quieren, esto una informal bitácora, de manera que, a riesgo de exasperarles, voy a hablarles de mi impresentable fobia. 

Empiezo en el XVI, un periodo de admirable impulso innovador, durante el cual surgieron, especialmente en Italia, algunos de los mayores talentos que el mundo ha conocido. La centuria siguiente -impar- se me antoja sangrienta y tenebrosa, con Europa desgarrada por las guerras y sometida a la tiranía de los fanáticos. El XVIII se beneficia a mis ojos del culto ilustrado a la razón y la libertad, mientras que el XIX recoge el sufrimiento masivo del capitalismo industrial más desaforado y alimenta los espíritus inquietos con el tóxico falsamente romántico de los nacionalismos. En cuanto al XX... bueno, es par, sí, pero hablar bien de un siglo atravesado en su primera mitad por dos guerras mundiales y sus genocidios adheridos resulta como poco irresponsable, ya lo sé, pero yo pienso mucho en la cultura de los Derechos Humanos, el Estado del Bienestar o la democratización de la vida política y de las costumbres, fenómenos característicos de la segunda mitad del novecientos. 

Me detendré sobre el XVII, seguramente porque en estas últimas semanas me toca explicar a Descartes en el aula. 

Asocio el seiscientos a una película magnífica y terrible, "El último valle", de 1970, interpretada por un joven e impecable Michael Caine. Vogel, un poeta nómada que huye del hambre, la peste y la guerra, y un grupo de despiadados mercenarios dedicados a arrasar y saquear poblaciones coinciden en una pacífica aldea aislada en la montaña alemana que, gracias a las nieves invernales, se ha librado milagrosamente de los desastres que asolan el corazón de Europa. Vogel y el capitán de los mercenarios urden un astuto plan para que, al menos durante un tiempo, convivan campesinos y soldados sin matanzas ni saqueos ni violaciones. Nadie hará tanto por lesionar el plan como dos habitantes de la aldea, el cacique y el sacerdote. Éste último desencadenará la catástrofe cuando decida quemar por brujería a la bella aldeana de la que se ha enamorado el capitán. Vogel (Omar Shariff), hombre de paz de principio a fin, verá poco a poco, como si de un destino endemoniado se tratara, que la precaria convivencia irá gangrenándose paso a paso hasta el desastre final. 

La tragedia del XVII, en concreto la de su primera mitad, atravesada por las guerras de religión hasta la Paz de Westfalia, resulta de la colisión entre el impulso humanista, heterodoxo y científico que el Barroco hereda del Renacimiento, y el fanatismo, la intolerancia y la crueldad de los poderes que venían dominando con puño de hierro la civilización europea desde mil años atrás. Dijo Michel de Montaigne, padre del escepticismo y la tolerancia modernas: 

Yo vivo en una época pródiga en ejemplos increíbles de crueldad. Apenas podía yo creer, de no haberlo visto con mis propios ojos, que existieran almas tan monstruosas que, por el sólo placer de matar, cometieran muertes, que cortaran y desmembraran los cuerpos, que aguzaran su espíritu para crear tormentos inusitados y nuevos géneros de muerte sin odio, sin provecho, por el sólo deleite de disfrutar el grato espectáculo de las contorsiones y movimientos.

Llámenme simplista o maniqueo, pero el cuadro cronológico del siglo no puede contener más espantos. La centuria se inicia nada menos que con la atroz ejecución de Giordano Bruno. En 1616 empieza la persecución contra Galileo que, con distintas idas y venidas, durará casi toda la vida del sabio. En aquel entonces quedan prohibidas las obras de Copérnico. Dos años después empieza la Guerra de los Treinta Años, una de las más crueles y sangrientas de la historia del viejo continente. En el 19 es ejecutado el científico Vanini por ateísmo. En el 26 se produce la matanza de los hugonotes, que costó la vida en Francia a miles de personas. Puedo seguir, es un calendario siniestro de persecuciones, torturas y linchamientos. 


En los estertores del siglo, Isaac Newton, consciente de que con él cuaja definitivamente la Revolución Científica que desemboca en la Ilustración, reconoce con humildad haberse "encaramado en los hombros de gigantes". Se refería a Bruno, Galileo, Descartes, Huygens, Kepler...

No sé si nuestro siglo XXI encontrará cíclopes de semejante talla. Lo que sí sospecho es que va a necesitarlos. Y también advierto el aliento fétido y feroz de los mismos fanáticos que convirtieron el XVII en un escenario infernal. Es lo que tienen los siglos impares.   


No comments: